Vivo en un drama continuo. De hecho algunos de mis allegados me llaman ‘Lady Drama’ no sin razón. Pero a veces esos dramas absurdos de los que adolezco tienen una base. Por ejemplo, mi relación con el móvil. Soy adicta a él. Amante de Android, le fui infiel con un iOS una temporada, y por azares del destino he acabo en manos de un Windows Phone que a pesar de su batería, acrecienta mi úlcera. Pongo un ejemplo: antes lo fotografiaba todo, ahora abrir la app Lumia Camera me supone una media de 6 segundos, 6, 6 segundos. ¿Ven las estupidez de mis dramas? Queda claro.

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Entonces decidí acabar con el problema de raíz, me iba a comprar un móvil, y decidí volver a Android (o iOS) hasta que vi el precio de los últimos modelos. Entre 700 y 850 euros. Si esto se lo cuento a mis padres, me dejan de hablar. ¿Se dan cuenta que cuesta lo mismo un móvil que 1.000 cafés? Ya sé que cada uno se lo gasta en lo que le da la gana. Pero es que 850 euros es más del salario mínimo (actualmente está en unos 750 euros por si alguien no lo sabe). Más, si pensamos que de un baño en el mar o un golpe se puede ir a la mier** (no sería mi primera vez), porque no es ultraresistente. Y que la mayoría de nosotros lo usa para ver los estados de Facebook, ignorar las llamadas de nuestras madres o saber cuanto falta para que llegué el autobús (confieso que usé mi iPhone 5 solo como walkman-Spotify un par de meses).

A unos días de haber acabado el Mobile World Congress hagamos una reflexión, yo no pido desbloquear el móvil con el iris, ni ir a la compra en realidad aumentada, ni cargarlo solo con dejarlo en la mesilla de IKEA pero sí necesito (por mi trabajo), ciertas prestaciones. ¿Pero a qué precio? Al de unas vacaciones en el Caribe no. Que tener un móvil no me sale a cuenta, igual prefiero aparcar mi Casio de la no-Comunión y hacerme con uno de estos.

En definitiva, igual espero al siguiente Mobile World Congress para arruinarme, ya estoy dejando el café 😉

@estelamelgar