Cassandra y Marina aterrizaron en Londres, dejaron las cosas en el hotel, comieron algo rápido, apenas una hora después estaban visitando la National Gallery. Durante toda la tarde caminaron entre obras de Botticelli, Miguel Ángel, Tiziano, Van Dyck, Rembrandt… no dijeron ni una palabra en todo el recorrido.

Al día siguiente optaron por algo más ligero, la Maureen Paley Gallery, quedaba cerca del hotel. En el tramo final encontraron una obra del español Jaime Pitarch, un cubo coronado por varias fregonas que animó las conversaciones entre los asistentes.

Buscando más planes para aprovechar al máximo la estancia en la ciudad, se toparon con una noticia antigua, la del robot que imitaba la pintura de Monet de un modo tan fiel que a muchos les costaba encontrar las diferencias con el original.

Días después llegaron al South Downs National Park, sentadas con unas cervezas frente a la playa, recrearon las vivencias de los días previos. Habían disfrutado de la National Gallery, aunque abrumaba tanta belleza e historia juntas. En cambio se sintieron livianas frente al cubo y las fregonas, todo el mundo se animaba a especular a su alrededor. ¿Quién sabe la reacción que provocarían en su día las obras que hoy llamamos clásicas?.

Entre trago y trago de cerveza, se les planteó otra duda incisiva; la del robot que pintaba. El arte, la última frontera de lo humano, conquistada por las máquinas. Hay quien negaba vehementemente que eso fuera arte, pero su reacción les contradecía, ¿cuántas de las cosas que sí consideraban como tal tenían la capacidad de airarles de ese modo?

Marina recordó las técnicas no creativas de creatividad de las que eran asiduas, donde el arte apenas necesita un ojo que mira y un cuerpo que siente. Cassandra rememoró la exposición “Hábitats”, donde aceptaron una obra suya que improvisó en el último momento. Entre los trastos de casa encontró a un viejo amigo, el maniquí que conservaba desde que estudió bellas artes. Bastó con separar una de sus partes y empaquetarla para enviarla por mensajería. Durante la inauguración recibió infinidad de parabienes. Unos aplaudían la representación del útero como hábitat, otras destacaban la androginia de la figura, otros la fuerza expresiva de la mutilación, otros el simbolismo del cuerpo desgastado… Cassandra sonreía halagada a unos y otros.

Las dos chicas brindaron por todos esos momentos. El parque South Downs, otra obra de arte, las observaba. En este caso el autor era desconocido, cuando menos discutido; poco importaba. Los ojos siempre encuentran arte donde lo buscan, da igual lo extraordinario, insignificante o casual que sea lo que tienen enfrente.

Qué eran entonces los cuadros de Botticelli, la fregona, la pintura creada por la máquina, la cabeza del maniquí, aquel paisaje. Esa es la pregunta que lanzó Marina. Cassandra pensó que quizás tan solo espejos. Algunos opacos, otros convexos, otros deformantes… Aunque, con independencia de sus características, su función primordial era reflejar de algún modo a quien los miraba.

Marina habló entonces de la de veces que preguntaron a Asimov si la inteligencia de las máquinas superaría a la humana, y la de veces que él respondió exactamente lo mismo; que la pregunta estaba equivocada; entre inteligencias diferentes la comparación carecía de sentido. Nada impide a una máquina crear objetos bellos, obras extraordinarios, e incluso cuestionar con ello lo más profundo de lo humano. Pero la máquina no podrá percibir esa belleza, ni sentirse cuestionada o desconcertada por lo que ha creado.

¿Quién es mejor? ¿quién ganará? ¿El arte o la ciencia? ¿El algoritmo o el humano? La insistencia en la misma pregunta equivocada. O pinta la máquina o pinta Monet; como si Monet no fuera también la máquina y la máquina no fuera también Monet. Marina pensó en quien se pone frente al espejo y lanza puñetazos al aire que le son siempre devueltos.

No es agradable verse en todos los espejos, dijo Cassandra, a veces sorprende o desconcierta lo que encontramos en ellos. Siempre es poderosa la tentación de parar, de negarse a dar un paso más, pero; más allá del vértigo ante lo desconocido, ¿quién no aspira a seguir avanzando por este laberinto? ¿quién no busca seguir descubriéndose a través de reflejos diferentes?.

Brindaron una vez más, ya declinaban los esquivos rayos del sol inglés, lo que minutos antes era un manto verde y azul, ahora se fundía en negro.