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Un tiburón fuera del agua

“Niñato arrogante, ¿cómo te atreves a decirle al guionista de Tiburón que su forma de contar historias ya no sirve?”

Lo confieso, le dije eso al guionista de Tiburón. Es justo decir que entonces no sabía que lo era, pero eso en realidad da igual. 
Ocurrió en una conferencia que me invitó a dar la maravillosa Christina Kallas en la World Conference of Screenwriters. Allí estaban todos los directores y guionistas de los guilds más importantes del mundo.

Yo hablé de transmedia, de cine, de nuevas narrativas, del futuro. Al terminar, un señor de cierta edad levantó la mano con firmeza y preguntó: ¿Y si yo no quiero cambiar? ¿Y si no me da la gana?

En un desafortunado símil menté a Darwin. Adaptarse o desaparecer. Y la cosa trajo cola en las redes sociales. Muchas críticas y muchas felicitaciones, como en casi todo lo que rodea a mi trabajo. 

El problema, creo, ahora que puedo verlo con perspectiva, es que estamos hablando idiomas diferentes. Carl Gottlieb tenía razón: no tiene porqué cambiar. Durante los próximos veinte o treinta años habrá decenas de miles de personas a las que les seguirá emocionando Tiburón igual que me emocionó a mi. Pero el problema no somos nosotros. El problema es un niño de siete años. 

Os reto a poneros en pie allí donde estéis leyendo este artículo y preguntarle a las personas a vuestro alrededor cuantas películas veían antes y cuantas ven ahora. Voy a jugármela y a apostar a que el número se ha reducido entre cuatro y diez veces. Ahora volved a preguntar qué hacen con el tiempo que antes le dedicaban al cine como lo conocíamos hasta ahora. Las respuesta, me atrevo a vaticinar, irán de Facebook a las series, pasando por todas las redes sociales. 

Y si esto nos pasa a nosotros; si nuestro span de atención se ha reducido de forma drástica en los últimos diez años; si cada vez necesitamos más información y cada vez la ordenamos de una manera más compleja y más distinta que antes; si nuestros cerebros se están transformando a una velocidad de vértigo y nuestras conexiones neuronales están estructurándose de forma distinta a todas las generaciones que nos precedieron… Imaginad lo que está pasando dentro del cerebro de un niño de siete años.

El problema, como decía, es que hablamos idiomas diferentes. Cuando yo digo que debemos adaptarnos o desaparecer, o que el cine tiene los días contados, no hablo de nosotros. Hablo de ese chico que dentro de quince años será el principal consumidor de contenidos. Hablo de ese chico que está aprendiendo con un iPad, que elabora su propio conocimiento, que tiene en la palma de su mano todo, el mundo entero, fragmentario y caótico. Ese niño que está aprendiendo desde que nació a conectar los puntos, a crear su propio storyline de lo que sucede en el mundo. Hablo de ese niño que, quizá, dentro de quince años vea Tiburón y le aburra tanto como a nosotros la novelas decimonónicas, éxito de público en su época. 

Y no digo que vaya a ocurrir. Digo que puede ocurrir. Que se están dando las condiciones para que ocurra. Y que si ocurre, debemos estar preparados. 

La tecnología de las historias

Las historias han estado siempre ahí. Desde que el hombre es hombre. Lo que ha cambiado es la forma de transmitirlas y, por ende, las propias historias (el punto de vista y el fondo cambian dependiendo del medio). 
Pero siempre, desde prácticamente el inicio de los tiempos, esa manera de contarlas ha estado unida a la tecnología. 

Las pinturas rupestres primero y en otros formatos después. La aparición de la escritura. De las cámaras fotográficas, del cinematógrafo, del sonido, de los efectos especiales, del 3D y en el futuro de tecnologías como Oculus o Google Glass. Siempre el mismo proceso: una nueva tecnología que facilita una nueva manera de contar, los creadores que se adaptan y experimentan y después el público, que recibe y abraza en mayor o menor medida esta nueva corriente narrativa. 

Y así durante miles de años hasta ahora. De pronto, se invierten los factores. Llega internet. Cambia la tecnología. Y es el público el que se adapta primero. La abraza. Comienza a modificar sus hábito de consumo, de pensamiento, de actuación… mientras los creadores seguimos empeñados en seguir haciendo lo mismo. En meter con calzador viejos formatos en moldes nuevos. En ver cómo hacer que la sociedad vea películas en internet cuando, quizá, lo que debemos plantearnos es si el formato película tiene sentido en esta nueva era.

Y claro que lo tiene para muchos, y claro que seguiremos viendo películas, pero quizá dentro de un par de décadas a ese niño de siete años le aburra soberanamente Tiburón. ¿Y entonces?

Entonces, me atrevo a vaticinar, la industria de los contenidos (industria del cine principalmente pero también de la literatura), habrá sido sustituida por industrias que han sabido entender mucho mejor la necesidad de cambio, de experimentación, de innovación. Hablo de las empresas de tecnología. Hablo de las empresas de videojuegos. Hablo de las startups de software que hoy dominan el mercado. 

Todas ellas están ya mirando hacia los contenidos. Todas ellas tienen claro el hueco que, a día de hoy, está dejando una industria obsoleta, pesada y convencional, inmóvil, y las posibilidades tecnológicas a su alcance para poder crear una nueva forma de contar, que el público pueda abrazar, para continuar con el ciclo. 

Ahora las historias están en todas partes. 

Imaginad que un día un hombre misterioso, de facciones atractivas, con una cicatriz que le cruza la cara de arriba a abajo y prietos guantes de cuerpo, aparece frente a vosotros. – Quieto, no soy peligroso- os dice. – Tengo algo para ti-. Y os entrega un maletín. Un maletín lleno de fotografías de muchas personas distintas. De notas manuscritas con momentos de las vidas de esas personas. Sus primeros besos. Sus trabajos. La muerte de un familiar, una historia turbia, otra naïve, historias de amor, de desamor, de odio. Un maletín lleno de historias. 

¿No sería el mejor regalo posible para un escritor o guionista? ¿Una fuente infinita de referencias, personajes, momentos reales sobre los que construir fragmentos de vida que inspiren? ¿Con los cuales emocionar? ¿Crear historias?

Bueno, mi cicatriz, fruto de un accidente de bici, es más bien pequeña y poco espectacular (aunque me da un toque sexy). Y no tengo guantes de cuero. Pero aquí tenéis el maletín. Y no es el único. Hay más: 1. 2. 3

Tenemos que dejar de pensar en las historias como hasta ahora. Tenemos que, de una vez, liberarnos de los límites. De los formatos físicos. Las películas ya no tienen porque durar 120 minutos. Ni los libros doscientas páginas. Es más, las historias contenidas en esos libros y esas películas ya no tienen porque ser contadas solamente en letras o imágenes con un inicio y un fin. Esas eran condiciones de la tecnología anterior, pero ahora hay una nueva. ¿Por que no hacer como todos los creadores antes que nosotros y abrazar la tecnología que tenemos para contar historias? Quizá se trate de un pequeño relato o quizá sea un universo complejo y rico y profundo esparcido por mil lugares. Quizá sólo habite online o quizá tenga una profunda conexión con el mundo real y proporcione una transformadora experiencia física. Quizá estemos hablando de comida, de un anuncio o simplemente de nuestras vidas. 

Lo que está claro es que ahora sólo hay una regla: ya no hay reglas. Ahora el único techo es nuestra imaginación y nuestra capacidad de conectar con el público. 
Un público que ve de cuatro a diez veces menos películas y sin embargo pasa infinitas horas en Facebook, twitter o instagram y tiene en la palma de su mano un dispositivo que usa muchas horas al día y que lo conecta con todas las historias que están sucediendo en el mundo. 

Ahora las historias… están en todas partes. Y ha llegado el momento de empezar a pensar en el niño de siete años para el cual estaremos escribiendo y contando dentro de dos décadas. 

En el próximo post… más sobre Story Hackers, un laboratorio de experimentación narrativa para el presente, sobre Buenos Aires Zero Degree y sobre un posible futuro para el storytelling. 
¡Nos vemos!

 

Imagen de las uñas de KayleighOC.
Imagen maleta de Roey Ahram.