En el informe de series.ly leo: “Series.ly propone establecer una plataforma de diálogo entre el consumidor, la industria y la administración para desarrollar modelos de futuro que respondan a los retos actuales…”. Y más adelante: “La manera de acabar con el consumo de contenidos sin derechos de propiedad o distribución es desarrollando herramientas innovadoras, consolidando una oferta amplia, de calidad, fácil de consumir, con precios competitivos y una única ventana de distribución: la global”.
En ninguno de los dos párrafos se nombran a una figura que, se quiera o no, es un elemento igual de importante que los demás: el creador de contenidos.
No entiendo esta omisión ¿deliberada? Es como si al hablar de la industria de la producción y distribución de huevos, se hablara de las granjas, los transportistas, los envases, los supermercados, los compradores, pero se dejara de lado al que da sentido a todos ellos: el que pone el huevo. Pues bien, aquí no quiero hablar de industria, de gobiernos ni de multinacionales. Quiero hablar del que pone el huevo, es decir, el autor que, a pesar de las intensas campañas mediáticas de desprestigio que ha sufrido en los últimos años, sigue existiendo. Por eso, me gustaría sumar una voz a la de Paula Hernández que, de forma brillante ha abierto “la madre de todos los debates”, lo que en el mundo de la comunicación digital no puede ni debe aplazarse ni un minuto más: la cuestión de la propiedad intelectual. En internet hemos empezado a construir por el tejado y resolver la cuestión de la propiedad intelectual es, por fin, poner los cimientos.
No soy jurista y no voy a poner en la mesa argumentos legales. En este blog colaboran abogados que están mucho más capacitados que yo para llevar la discusión a ese terreno. Tampoco voy a hablar de si un modelo es mejor que otro, de si los medios tradicionales quieren seguir imponiendo sus leyes, de si el espectador quiere una cosa y la industria otra. Me gustaría que pusiéramos el foco en nosotros, los que estamos en el mundo real, a pie de calle: autores y usuarios. Gente corriente que quiere cosas. Me gustaría que nos olvidáramos por un momento de las grandes empresas y que pudiéramos mirarnos a los ojos y tratar de comprendernos.
Sí, claro que quiero que me vean
Cuando alguien crea una obra artística y más si es audiovisual, espera y desea que llegue al mayor número de personas. La difusión de su obra es la prioridad y que la gente la vea es parte esencial del hecho de haberla creado. Que internet ofrezca la posibilidad de que el acto de comunicación pública sea más rápido y sencillo es una ventaja. Y que la difusión se produzca a través del intercambio privado de archivos, inevitable. Aunque nadie discutirá que prestar una película a un amigo no es lo mismo que prestarla a cien mil amigos. Pero bien, es algo que la tecnología permite y no es momento de oponerse a ello.
Pero las cosas cambian cuando entra en juego un tercero que, con la coartada del intercambio privado de contenidos, empieza a construir su modelo de negocio. Tú pones el local para que los usuarios se entiendan entre ellos cambiándose cromos y, por el camino, me voy llenado los bolsillos con actividades paralelas. Entiendo que esto es así y que ni series.ly ni otras páginas donde se comparten enlaces de intercambio de archivos son ONGs sin ánimo de lucro que persiguen un bien social. Más bien al contrario, parecen empresas con empresarios que quieren ganar dinero. La cuestión está en que lo hacen sirviéndose de una materia prima que no es suya. Lo hacen parasitando, palabra que proviene del griego parasitos, usada para referirse a alguien que comía en la mesa de otro sin dar nada a cambio (según la aportación de Robert Levine en su libro Parásitos).
Por eso no vale decir “yo no he sido”. No vale decir que yo he abierto un local pero no soy responsable de lo que pasa dentro. Habrá sido legal, habrá gente que se considere con derecho a usar el medio para consumir contenidos de forma gratuita sin mirar la etiqueta de legalidad. Lo que se quiera. Pero esto no evita el hecho de que quien pone el local donde todo esto sucede gana dinero sin pagar a los proveedores. Y tampoco evita poner a los creadores de contenidos ante la situación de ver cómo su obra genera beneficios a terceros sin que ellos puedan decir nada ni mucho menos obtener una compensación económica.
El autor también existe
Cuando se toca este tema, por algún motivo, se encienden los ánimos de una manera que no deja de llamar la atención. Hay algo de asunto personal en defender una postura u otra, como si nos fuera la vida en ello. Como si algo íntimo e inviolable estuviera en juego. Cuesta entenderlo cuando estamos hablando de ver series y películas gratis, no de curar enfermedades ni evitar catástrofes. Pero no nos engañemos. Lo que de verdad esta en juego aquí es una batalla comercial entre grandes empresas (las majors, las empresas de nuevas tecnologías, las operadoras de telefonía) en la que nosotros, los consumidores-espectadores-usuarios estamos prestándonos como soldados voluntarios que, además, pagamos cuota de inscripción para luchar vía conexión de banda ancha. Una guerra en la que, con la coartada del derecho a intercambiar archivos, estamos apoyando la libre circulación de contenidos y permitiendo a las empresas interesadas a no compensar a los autores por usar su obra y ganar dinero.
Se puede defender que el autor no tiene derechos sobre su obra una vez la ha terminado, entregado y cobrado. Bien, es un punto de vista. Si esto es así, habría que plantearse reformular la relación que, como sociedad, permitimos que tenga un creador sobre su obra. Y no me refiero a creaciones artísticas. Me refiero a patentes, diseños o investigaciones científicas. Y, de paso, deberíamos revisar la Declaración Universal de los Derechos Humanos que en su artículo 27 dice que “toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que les correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que es autora”. Podemos hacerlo, todo es posible. Pero pienso que cuando todo esto acabe, porque acabará, no hay duda, este activismo contra la propiedad intelectual nos va a dejar a todos agotados y, lo peor, olvidados por los que han alentado esta guerra, a modo de viejos veteranos de Vietnam.
El usuario defiende sus derechos. Los autores defienden los suyos. ¿Los de unos son más importantes que los de los otros? ¿O ha llegado el momento de mirarnos y entendernos entre nosotros más allá de las grandes empresas? Cuando logremos saber qué nos pasa a cada uno y respetemos los derechos de los demás, entonces sí, unamos fuerzas y vayamos juntos a luchar contra los poderosos para cambiar el modelo, para no sentirnos permanentemente utilizados o para lo que creamos que es más justo.
@ramontarres
«Se puede defender que el autor no tiene derechos sobre su obra una vez la ha terminado, entregado y cobrado. Bien, es un punto de vista. Si esto es así, habría que plantearse reformular la relación que, como sociedad, permitimos que tenga un creador sobre su obra. Y no me refiero a creaciones artísticas. Me refiero a patentes, diseños o investigaciones científicas. Y, de paso, deberíamos revisar la Declaración Universal de los Derechos Humanos que en su artículo 27 dice que “toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que les correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que es autora”. Podemos hacerlo, todo es posible. Pero pienso que cuando todo esto acabe, porque acabará, no hay duda, este activismo contra la propiedad intelectual nos va a dejar a todos agotados y, lo peor, olvidados por los que han alentado esta guerra, a modo de viejos veteranos de Vietnam.»
Efectivamente, se puede. Y, efectivamente, hay que replanteárselo. Y es muy pertinente que incluyas las patentes en el meollo de la discusión: de lo que hablamos es de si existe justificación para el monopolio sobre las ideas y las creaciones. Puesto que nada nace sobre la nada (es fácil comprobar como elementos tan esenciales como la tabla periódica o el alfabeto generan más conocimiento por el mero hecho de ser creados) bloquear la reuitlización y el uso de los nuevos conocimientos y creaciones – siempre incrementales ¿cuántas madonnas se han pintado? – empobrece a la sociedad que bloquea su crecimiento. Es interesante comprobar como la verdadera difusión de la máquina de vapor empezó cuando venció la patente de Watt, ese a quien los libros de historia suelen atribuir su invención ignorando que había muchos prototipos de máquinas de vapor y que sólo Watt obtuvo una patente por, claro, influencia política: gastó tanto dinero en impedir que los demás incorporaran su innovación sobre el uso del vapor (de ese se trataba, de un desarrollo específico) que tampoco pudo incorporar las innovaciones de los demás, paralizando el progreso… hasta que quedaron liberadas.
A todo el mundo se le olvida que la «propiedad» intelectual no existe realmente: todos los sistemas legales le ponen fecha de vencimiento. ¿Por qué? Porque el valor social reside en la extensión de la creación e invención y que la concesión de un monopolio temporal se justifica por la aparente necesidad de crear un estímulo para la inversión otorgando un privilegio al inventor, creador o inversor en la cuestión. Las preguntas llegados a este punto son dos ¿cuánto tiempo tiene que durar? y ¿sigue siendo necesario? A la primera, se ha encargado el sistema de, año tras año, extender los plazos e ideando todo tipo de restricciones para el uso de las creaciones: paradójicamente cuanto más se cuestiona el derecho de autor y de patentes, cuanto más difícil es garantizarlo y más evidente el daño que produce a la creación e innovación reales, más se encargan los lobbies de forzar las leyes, véase el caso de la tasa google como último epidosio.
Se puede argumentar, pero ya me extiendo mucho y solo lo dejaré enunciado, que la sociedad ya no necesita protecciones jurídicas para la innovación y la creación gracias a la tecnología. Antes de levantar las cejas y pensar que esto es una locura, conviene centrar el debate en el sitio correcto: lo que se pretende es que haya cultura e innovación, no necesariamente y obligatoriamente que se pueda vivir de ello, que no es más que una circunstancia como todo autor (la inmensa mayoría) sabe: muy pocas creaciones tienen valor comercial verdadero. Si hay innovación y creación sin necesidad de monopolios, entonces no los necesitamos. Es sencillo recordar que nadie pintó las Cuevas de Altamira porque hubiera propiedad intelectual. Y es muy presente advertir que la poesía, que podría ser el colmo de la visión más sensible y elevada de la literatura, no es capaz de dar demasiado dinero y ningún ministerio, ni sgae, ni cedro dedica un segundo a cerrar las webs que reproducen las obras completas de todos los poetas imaginables.
¿Qué pasa con la gran industria del entretenimiento? ¿Que su negocio no es sostenible del todo? ¿Sólo en parte? ¿Que se ganará menos? Si todo consiste en que tengan que sobrevivir colosos industriales que controlan las creaciones (generalmente no en favor del autor, y sobre esto hay una casuística extensísima) y el precio a pagar es bloquear el avance real de la cultura y de la innovación (si hoy escuchamos a los capitostes de Telecinco o Antena3 pensaremos que están sentados dando los últimos toques a la Giocconda, pero en serio que no nos pasará nada si Mujeres, Hombres y Viceversa no se hace), la verdad es que no merece la pena-
El éxito siempre encuentra dinero. No falla. Pero en ningún lugar está escrito que los que lo consiguen tengan que ser millonarios. Tampoco está escrito en ningún sitio que la cultura tengan que ser necesariamente producciones de cine independiente hechas con dinero de impuestos. Los blokbusters siempre ganan aunque sean, como todos sabemos, los más pirateados: hasta HBO ha reconocido que la piratería no ha dañado sus ventas de Juego de Tronos. A quien no le piratean es, generalmente, porque su audiencia es limitada. Y eso puede ser porque es aburrido o extraordinariamente reducida en su potencial.
Nos queda «el derecho humano» ese que han conseguido insertar de nuevo determiandas presiones de interés comercial. Al final, ese derecho humano se contempla en los derechos morales: el que seas reconocido como autor de una obra que, como todas, parte de la tradición que, como sabemos, es plagio si no forma parte de ella. O, como nos gusta repetir a los abanderados de la cuestión, es robada en palabras del mismo Picasso. Eso de la «propiedad» intelectual contempla derechos morales y patrimoniales. Estos segundos están claramente sobrevalorados y sobrerepresentdos únicamente por el interés de los intermediarios.
Una última coda: es hora de sacar a los abogados de este debate. No es un debate de «adecuación a la legalidad», es un debate filosófico y económico sobre lo que debe ser la generación y el uso del conocimiento y las creaciones artísticas en la sociedad. Los abogados, generalmente, no quieren modificar algo que justifica su existencia. Y drena los recursos que se generan para los artistas.
Gracias por el (extenso) comentario, Gonzalo. Agradezco mucho el razonamiento y el tono. Aprecio tu punto de vista aunque no lo comparto. Por no extenderme, creo que hay un límite al uso de la obra de cualquier persona que todos deberíamos respetar (si respetamos el mundo en el que vivimos y las leyes de la sociedad de consumo): y es que alguien gane dinero por el uso de tu obra sin, primero, pedir permiso, y, segundo, dar nada a cambio. Y, como he tratado de subrayar en el post, no me refiero a conflictos empresariales o de sociedades de gestión de derechos. Me refiero al derecho de la persona (el autor) a participar de los beneficios que puede generar su obra en terceros, sean estos quienes sean.
El resto de reflexiones que aportas merecerían un debate más profundo. Si alguna vez nos cruzamos, será un gusto conversar sobre ellas.