Espero que se me permita este pequeño off-topic fuera propiamente del análisis y observación del medio audiovisual.

De hecho, el artículo que estaba preparando originalmente era sobre el #GamerGate de 2012 (más de ello, aquí abajo), que si acaso no detonó las tormentas de odio en foros de comunicación electrónica, sí es una importante emergencia de las mismas, y la primera estudiada con cierta profundidad.

Pero a última hora, ya empezado, he decidido cambiar de tema por mi propia experiencia personal, en la que he llegado a recibir insultos de gente de derechas, de izquierdas, feministas, machistas, independentistas y unionistas… ¡en una sola hora! Y me temo que no soy especial, que esto le pasa a casi todo el mundo, pero en algunos de nosotros ha provocado un comportamiento que podríamos denominar Efecto Guadiana, por andar siempre apareciendo y desapareciendo en redes usando cuentas que pasan más tiempo desactivadas que activadas. Además me he dado cuenta de que hasta el #GamerGate palidece ante casos más recientes, coincidentes o no con las urgencias informativas de cada momento: ataques terroristas, salidas de tono de personajes públicos, acontecimientos políticos y sociales, etc.


Acerca de mis propios sesgos

Antes de continuar, debo confesar que el tema de los sesgos cognitivos me lleva fascinando ya algunos años. Los sesgos cognitivos hacen que usted, que lee esto, y yo que lo escribo, tengamos reacciones distintas al ser expuestos a la misma información. No ya que tengamos opiniones distintas, que también, sino que nuestras opiniones están condicionadas por multitud de factores que podríamos agrupar a grosso modo en prejuicios.

Pero en lo que sí se parecen su psique y la mía es en que están diseñadas para protegerse de factores que puedan alterar su buen funcionamiento. A veces fallan y caemos en depresiones u otras patologías, podemos incluso perder la razón. Pero la mayoría de las veces, nuestras psiques son particularmente eficaces en construir muros compuestos de pequeñas mentiras y certidumbres cómodas que nos separan de aquello, aunque sean hechos probados, que pueda hacer tambalear nuestras convicciones y, por tanto, nuestra seguridad mental.
Sobre estas mentirijillas, merece la pena perder una hora y pico en ver el documental (Des)honestos, que hace algún tiempo estaba en Netflix.

Estos sesgos están muy relacionados con las falacias, por cierto. Sesgos y falacias se realimentan de forma concupiscente dentro de nuestra mente, de forma que no deberíamos fiarnos demasiado de nuestras propias opiniones… No, de las mías, tampoco.

Uno de estos sesgos recibe el nombre de Síndrome del mundo cruel. Es un término acuñado por el teórico de la comunicación George Gerbner, definido como un fenómeno por el cual la violencia percibida en los medios de comunicación hace que el espectador crea que el mundo es más peligroso de lo que realmente es, y es parte de la más amplia  Teoría del Cultivo, que supone que cuanto mayor sea nuestra exposición a los medios de comunicación, más probable es que identifiquemos y confundamos la realidad con aquello que los medios nos presentan. Lo saco a colación por si acaso soy víctima de ese sesgo en concreto al escribir este artículo.

Facebook, Twitter, Instagram, Reddit… Son redes sociales, dirás. Pero son también empresas privadas que buscan el beneficio económico. Tal beneficio suele venir a través de la exposición de sus usuarios a la publicidad de terceros, también empresas privadas que buscan su beneficio, y los verdaderos clientes de dichas redes. Ya se sabe, quien paga, manda. Por eso, cada red emplea los recursos que puede en fomentar el engagement: cuanto más implicado esté un usuario en sus servicios, durante más horas los usará y más impactos publicitarios recibirá. Lógica capitalista elemental. Eso es el mercado, amigo.

El problema viene, por desgracia, de que la ofensa, la confrontación y la bronca son potentes estímulos para implicarse en la interacción social, más aún en servicios que permiten el anonimato, o al menos la necesaria distancia para soltar cosas que en la vida real podrían suponer que nos partiesen la cara. Y si para ello se explotan los sesgos cognitivos de cada uno, pues qué le vamos a hacer.

De algoritmos pensados para favorecer las interacciones más exaltadas ni hablo, pero hay algo más que sospechas. Y no lo digo yo, lo dice el MIT: https://www.technologyreview.es/s/8344/los-algoritmos-sesgados-estan-por-todas-partes-y-parece-que-nadie-le-importa

De ahí el aviso: Yo percibo ese odio en lo que me llega a través de redes sociales. Yo. A lo mejor sus timeline son más amigables porque usted es más amigable, o por que a “los algoritmos” les parece que a usted en concreto le pueden vender más cosas enseñándole resultados más amigables.

Por otra parte, del mismo modo que ser paranoico no evita que me persigan, ser consciente de mis sesgos no los hace desaparecer necesariamente. Pero quiero creer que sí me obliga a replantear mis ideas bajo la sospecha del sesgo, aunque este a su vez podría ser otro sesgo, y así recursivamente hasta volverme loco…


#GamerGate

Me ha costado mucho elegir un video para ilustrar este punto. No es fácil encontrar alguno que no arroje un puñado de odio en uno u otro sentido quod erat demonstrandum. Y menos en castellano. Tampoco éste es impecable, me temo…

El mundo del videojuego es joven, dinámico y vigoroso. Hay un mainstream establecido, innovadores independientes innovadores (también lo son los desarrolladores de AAA, cuando quieren), sus cifras económicas espectaculares y su influencia social, creciente.

Pero no todo es bonito en el videojuego. Tradicionalmente, los jugadores éramos hombres blancos del primer mundo, y aunque después han ido incorporándose personas de otros géneros, razas y estratos socioculturales, al videojuego le ha costado en adaptarse a sus nuevos públicos. Todo esto terminó estallando en el #GamerGate

Sin entrar a enumerar todos los acontecimientos, y con ánimo de resumir, digamos que una disputa personal sobredimensionada, un trabajo de análisis sobre el machismo en los videojuegos y una comunidad disconforme con la forma en que se realizaba la crítica de videojuegos crearon el campo de batalla en el que se libró una cruel guerra en redes. Las opiniones se extremaron, los equidistantes fueron tachados de tibios y el nivel de agresión verbal aumentó hasta niveles desconocidos.

A partir de ahí, la escalada: unos y otros grupos se organizaron para realizar toda clase de ataques, amenazas, publicación de datos personales “de la vida real”, boicots a publicaciones que vieron retirada su publicidad y a las empresas que se anunciaban, ataques de denegación de servicio y hasta ediciones agresivas de entradas en Wikipedia. Todo esto suena hoy a cotidiano, pero era la primera vez que ocurría. Al menos a una escala tan masiva.

Finalmente, la programadora Rachel Bryk, co-creadora, entre otras cosas, del navegador Dolphin, acabó quitándose la vida en 2015 tras años de acoso online.

Cuando la propia polémica del #GamerGate se fue apagando, algunos de esos grupos organizados y sus herramientas de combate virtual no se disolvieron sino que, tras haber llamado la atención de determinados miembros de la emergente Alt-Right, buscaron nuevos objetivos de ataque y aún hoy siguen operando en las redes anteriormente mencionadas, en IRC y en el foro 4chan y su retoño aún más conflictivo 8chan. Pero en general, y para el común de los mortales, se habían roto varias barreras comunicativas y el nivel de agresión en redes aumentó para todos.

Para profundizar un poco más en los acontecimientos del #GamerGate, recomiendo con muchísimo cuidado la entrada en Wikipedia. En el momento en que usted lo lea, el contenido puede haber cambiado en uno u otro sentido, pero al menos es una entrada moderada y, dadas las circunstancias, supongo que especialmente vigilada.

https://es.wikipedia.org/wiki/Gamergate


Los números no mienten
(Pero sí es posible que los que usamos los números sí mintamos, consciente o inconscientemente)

No he logrado encontrar una cifra fiable de reclutamiento online de Estado Islámico, y si sigo buscando lo mismo me mandan al CNI a casa, pero según un estudio de la organización Brookings en 2014 había al menos 46.000 cuentas de twitter de simpatizantes de la organización terrorista, con una media de 1000 seguidores.

Según el Congreso Nacional Judío, cada 83 segundos se produce un comentario antisemita en redes sociales.

Según un estudio oficial británico de 2016, las palabras “slut” y “whore” se usaron en Twitter unas 200.000 veces en tres semanas.

Según un estudio de la Universidad George Washington, los seguidores de grupos supremacistas blancos aumentaron un 600% entre 2012 y 2016.

El SPLC, una organización norteamericana dedicada a combatir el odio y defender a sus víctimas más vulnerables, atribuye más de 100 muertes violentas a miembros de la principal web de supremacismo blanco cuyo nombre no citaré aquí, si bien el usuario Anders Breivik se cargó a 77 él solo. El mismo centro afirma que el número de usuarios registrados de dicha web supera los 300.000. También denuncia un aumento significativo del 20% en grupos de nacionalismo negro de carácter racista, antisemita y homófobo en Estados Unidos.

Según el Pew Research Center, el 70% de los usuarios de internet entre 18 y 24 años ha sufrido algún tipo de acoso online, y el 25% de las usuarias de la misma edad han sufrido además algún tipo de espionaje.

Bah, todo esto es en el extranjero. Pero es que en España, la Fiscalía General del Estado emitió una memoria en 2017 en la que alertaba del aumento del 147% en el número de expedientes incoados sobre delitos de odio en redes sociales, siendo la etnia gitana el colectivo más atacado, seguidos por musulmanes, refugiados e inmigrantes, LGBT, judíos y mujeres. Y la organización Movimiento contra la Intolerancia ha registrado más de 600 incidentes en 2017, un número que reconocen muy por debajo de las probables cifras reales, bastantes menos que los 60.000 que reconoce Reino Unido y los 24.000 que reconoce Alemania.

El año pasado se confirmaban también las sospechas de que empresas y organizaciones usaban los servicios de trolls profesionales y todo un abanico de armamento psicológico para favorecer sus intereses, sea vender coches, candidatos o el Brexit. También se supo que gobierno ruso mantenía una “granja” en San Petersburgo con cientos de trolls cada uno de los cuales generaba 135 comentarios al día, lo cual sirvió a su vez a la entonces vicepresidenta del gobierno para denunciar una supuesta injerencia rusa en el procés.

Finalmente, el director técnico de una red social alternativa de la derecha alternativa cuyos nombre y dirección tampoco citaré aquí, afirma que más de 100 ingenieros de Silicon Valley trabajan en secreto para crear una infraestructura alternativa, una Alt-Net para la Alt-Right.

El presidente Donald Trump ha publicado 38.300 tweets.


Vale, el odio es mainstream. ¿Qué se hace al respecto?

Borrar toda nuestra presencia en redes sociales. No, es broma. Bueno, no es broma, pero es tentador. Echo mucho de menos la prehistoria, cuando era común mantener la netiqueta en las interacciones

En enero de este año, la Comisión Europea anunció un acuerdo con los principales proveedores de servicios digitales por el cual éstos se comprometían a eliminar el racismo y la xenofobia de sus servidores, y aquella en mantener la vigilancia sobre estos comportamientos. Se enorgullecían de que el 70% de los mensajes de odio habían sido eliminados. Presumían también de que el 81% del contenido denunciado fue examinado en 24 horas o menos.

El mismo mes, un representante de Google anunciaba en El País el compromiso para que las plataformas de la compañía no fuesen usadas por “los promotores del odio, la violencia, los extremistas y los terroristas” en sus fines, presumiendo de sus sistemas basados en machine learning para el filtrado de más de 150.000 videos de contenido “violento y extremista”. No mucho, si tenemos en cuenta que hay más de 5.000 millones de videos publicados en YouTube. Recopilando información para este artículo no es que me haya encontrado contenidos “violentos y extremistas”, es que he tenido que abrirme paso entre ellos.

Facebook lanzó en 2017 su Iniciativa por el coraje cívico, para combatir el odio en Internet. Pero hace pocos días, Mark Zuckerberg afirmaba que no veía necesario eliminar los mensajes que negaban el Holocausto. Después ha tenido que recular, claro.

El gobierno alemán aprobó el año pasado una Ley por la cual es posible sancionar a las redes sociales que no eliminen los mensajes de odio con la rapidez deseada.

En España, las autoridades se remiten al Código Penal vigente, y hasta la fecha no parece haber ninguna intención de cambiarlo ni de dotar de mayores efectivos para perseguirlo.

En general, el borrado masivo de contenidos y grupos de odio es ya una cosa habitual en cualquier plataforma (hasta en 4chan). Sin embargo, una breve visita a la casilla de búsqueda de cualquiera de las redes o la propia experiencia de usuario diaria muestra que el problema está muy lejos de desaparecer. Más bien diría que al contrario.

Encima, otros colectivos se apuntan al tren de las víctimas del odio, enmascarando y enmudeciendo a las verdaderas víctimas. Y no me refiero a los ofendiditos, sino a organizaciones que abusan de la buena fe en su beneficio. Mejor no pongo ejemplos.

Lo cierto es que entre mensajes de odio y censura para evitarlos, Internet se está volviendo una herramienta cada vez menos útil.

Por último, y para despedirme, dejo estas preguntas colgando: ¿qué hacemos cuando la víctima de un mensaje de odio se convierte a su vez en autor de un mensaje de odio? ¿Por qué tenemos tanta bilis dentro? ¿Y qué pasará cuando estos odiosos odiadores aprendan a hackear nuestros electrodomésticos inteligentes, nuestros wearables o nuestros coches?


Enlaces

Hatewatch

Simon Wiesenthal Center’s (SWC) Digital Terrorism and Hate Project

Perspective es una API instalable para medir la toxicidad de las interacciones en distintas aplicaciones. Una forma de autocensura técnica basada en el impacto que una opinión pueda tener sobre otros. No tengo claro que me guste esto, pero ahí está…

Movimento contra la intolerancia