¿Qué será de mí? Imagen del cómic Smart Girl, de Fernando Dagnino, publicado por Panini Cómics y usada con permiso del autor.
Aclaración adicional: tanto en esta entrega como en la anterior, la recopilación de referencias a autores y obras es necesariamente limitada y subjetiva. Por favor, no me peguéis muy duro…

Primer número de Metal Hurlant, imagen tomada de Wikipedia
Entre los 60 y los 70, los voraces lectores occidentales de la edad de oro de las grandes franquicias de superhéroes se fueron haciendo mayores, así que les costaba cada vez más dejarse ver con cuadernillos llenos de señores con los calzoncillos por fuera y señoras en aparatosos bikinis. La contracultura norteamericana empezó a producir notables gamberros que se atrevían a tocar temas muy alejados de los códigos éticos exigidos por las grandes editoriales (drogas, sexo, política…), burlando la estricta censura de la Comics Code Authority, pero aunque ahora nos parezca que todo el mundo conocía a Robert Crumb o a los Freak Brothers de Gilbert Shelton, lo cierto es que su alcance fue muy limitado. No para avispados editores que detectaron un nicho prometedor y empezaron a editar cómics para adultos que ya no se definían sólo por las imágenes picantes (aunque no se privaban de ellas, claro), sino por nuevas formas de contar, experimentos narrativos, personajes distintos. Uno de esos editores fue Leonard Mogel, que ya en los 70 descubrió en París la revista francesa Metal Hurlant (la verdadera cuna del cyberpunk) y se la llevó a Estados Unidos con el nombre Heavy Metal), o como James Warren, que exploró desde los 60 el género de terror con sus publicaciones. Las libertades creativas atrajeron a escritores como Ted White y artistas como Berni Wrightson y recibieron la bendición de los que luego serían referentes de la contracultura como John Waters o Roger Corman.
En Europa, el éxito global de Tintín y Spirou empezaban a convertir el cómic franco-belga en el emporio que es hoy y en paralelo a las tradicionales viñetas dirigidas para niños y adolescentes, como Astérix o los Pitufos, se observaba la aparición de temáticas adultas y poderosos personajes femeninos como las aventureras espaciales Barbarella y Yoko Tsuno, aunque aún estaba lejos de aparecer el feminismo en un género dominado por autores masculinos. Merece mención aparte la revista Pilote, que gracias a autores como Moebius (tres veces grande), encabezó el cambio estilístico que luego desembocaría en Metal Hurlant.
Italia vivió una edad dorada con Diabolik, de las hermanas Giussani, las subsiguientes Kriminal y Satanik, la tira humorística antibelicista Sturmtruppen, de Bonvi, las aventuras de la inquieta exploradora sexual Valentina y, por supuesto, Corto Maltés del maestro Hugo Pratt.
En Japón ocurría otro tanto, y empezó a producirse el Gekiga, un manga más Shōnen (dirigido a adolescentes) e incluso más Seinen y Josei, dirigido a público adulto masculino y femenino, respectivamente. Sus hallazgos expresivos saltaron a Estados Unidos y Europa, dando lugar fusiones estilísticas que continúan hoy en día influyendo en el cómic y en lo audiovisual, generando además una productiva industria que constituye una de las exportaciones japonesas más conocidas. Además, la adaptación de las obras de más éxito al cine y las series de animación impulsaron una forma de expresión que se ha convertido en global.
En lengua hispana, brilla por sí misma esa obra monumental argentina que es El Eternauta, de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, una serie de ciencia ficción de inspiración borgiana publicada en los 60 y 70 y en la que muchos vieron veladas críticas al capitalismo y al militarismo que terminaron costando la vida de su guionista, desaparecido en la dictadura. Hemos sabido recientemente que Netflix está produciendo una adaptación del cómic con Bruno Stagnaro a la dirección.
Pese al éxito de editoriales como Bruguera y Noray, el rígido control editorial del Régimen impidió que el cómic español acompañase a sus coetáneos internacionales en su evolución hacia el público adulto hasta finales de los años 70 y principios de los 80, cuando esforzados editores trajeron los éxitos norteamericanos y franceses a los kioscos (los puntos de venta de entonces) y empezaron a surgir autores nacionales que rompían moldes desde publicaciones como Star primero, y El Víbora, 1984, Cimoc y Rambla después, para escándalo de los bienpensantes. Recuerdo kioscos que mostraban las revistas con cartones delante que impedían ver la portada por debajo de la cabecera. Esas publicaciones y la irrupción del manga a finales de los 90 son el pistoletazo de salida para una verdadera explosión de autores cuya obra se sigue publicando hoy día.
Personalmente, me gustaría destacar el cómic de los 90 y principios del siglo XX, cuando se produjeron mis obras favoritas. Influidos por Alan Moore, sobre todo ese Watchmen que puso a los superhéroes delante de un espejo cuestionando sus motivaciones e ideología (sin que ello haya perjudicado su éxito comercial posterior, aparentemente), el mundo anglosajón vio a autores como Neil Gaiman, Grant Morrison, Mike Mignola, Garth Ennis o Warren Ellis invadiendo sin pudor el mainstream (incluso en las grandes factorías Marvel y DC, que se salvaron de la ruina gracias en parte a la creatividad de los recién llegados), mientras desde el underground se asomaban Art Spiegelman (ganador de un Pulitzer en 1992 por la inmensa Maus), Peter Badge, Daniel Clowes y tantos otros. En otras lenguas, la maravilla: es imposible enumerar todos los grandes nombres que nos entregaron obras imprescindibles, muy adelantadas a las ficciones de la época en otros medios. Desde un punto de vista muy personal, destacaría a Marjane Satrapi, Naoki Urasawa, Stan Sakai y al inevitable Masashi Kishimoto y a los españoles Canales y Guarnido, mucho más conocidos fuera que aquí por Blacksad.
No me voy a extender más y voy a intentar empezar a ir al grano.
Blacksad, recientemente adaptado a videojuego
Cifras del cómic
Tampoco voy a enrollarme demasiado en este punto: hay analistas de datos de primera clase en este blog, así que me da mucha vergüenza siquiera escribir sobre ello.
El subsector del cómic no es precisamente la industria cultural más precaria. Se trata de un negocio milmillonario (billonario en términos anglosajones) en el que lo primero a destacar son sus cifras: cuando no crecen, al menos se mantienen. Han resistido bastante bien a la digitalización en comparación con otros medios, prensa incluida. Quizás la sensación de tener el tebeo en las manos, oler su papel y su tinta, su portabilidad, el coleccionismo o el simple romanticismo pesen mucho, pero lo cierto es que las ventas en formato electrónico apenas llegan al 25% en un medio que podía parecer óptimo para la distribución en formato digital. Yo mismo he renunciado a leer cómics en mi tableta, hay algo ahí que no… no se siente bien.
No he encontrado (gratis) ninguna fuente oficial sobre el mercado global, pero sí me voy a parar en cifras del mercado norteamericano (que publica generosamente https://www.comichron.com), del español (disponibles en Estatista) y luego hablaremos un poco del potente mercado francobelga, al que tantos artistas españoles acuden para ganarse el sustento.
La industria del cómic facturó 1.095 millones de dólares en 2018 en Estados Unidos, de los cuales 100 fueron en soporte digital. Se observa un leve declive frente a años anteriores.
El mercado global se lo repartieron Marvel Comics con un 40,4%, DC Entertainment con 33,83%, seguidos muy de lejos por Image Comics (9,9%), IDW Publishing (3,3%), Dark Horse (2,1%) y Boom! Studios (1,9%). Tenemos que ir hasta el puesto 9 para encontrar una editorial europea (si es que podemos seguir considerando a los ingleses europeos): Titan Comics, con un 0,61%. Es pues un mercado ampliamente dominado por la producción norteamericana y por sus superhéroes en concreto.
En toda la historia del cómic (hasta 2015) y en todo el mundo, el personaje más popular es Superman, con 600 millones de copias vendidas, seguido por Batman, 460 millones, Spiderman (360), X-Men (270), Capitán América (210), Tintín (el europeo más vendido, 200), Dragonball (el japonés más vendido, también 200 millones) y The Phantom (150).
Las historietas originales de autores españoles han ido oscilando entre las 600 y las 700 publicaciones, con una leve caída en 2018 hasta 590. Ya se ve que, pese al dominio norteamericano, van manteniendo más o menos el tipo.
Francia y Bélgica son el paraíso del cómic europeo. No solamente por ventas (que también), sino por penetración y reconocimiento social. Sólo en Francia, según cifras del Salón de Angoulême, se publican al año más de 5000 cómics originales, casi todos ellos consumidos por público franco-belga (aunque algunos de ellos llegan traducidos al mercado español). Afirman también que su cifra de facturación supera los 500 millones (Nota: aquí hay alguna cuenta que no me sale…).
El mercado del coleccionismo merece una mención aparte. Todos hemos visto en The Big Bang Theory cómo sus personajes trafican con ediciones históricas, y el Comic-Con es ya una referencia comercial y cultural global.
Encabezada por un ejemplar del primer número de Action Comics que llegó a superar en subasta los 3 millones de dólares, la lista de cómics tratados como objeto de inversión no deja de crecer, y son valores considerados seguros porque su precio nunca ha descendido: conozco coleccionistas cuya colección vale más que su coche o quizás incluso que su casa.
En fin, todas estas cifras, con sus altibajos, reflejan un medio en crecimiento constante y al margen de los bruscos vaivenes de otros sectores.
Del cine al cómic
Cuando yo era muy chico no había vídeo doméstico. No podías ver una peli en casa si no se emitía por una de las dos únicas cadenas disponibles y aún cuando en los 80 se popularizaron el Betamax y el VHS, los estrenos de salas tardaban años en pasar a vídeo.
Lo que sí ocurría bastante es que una editorial adquiriese derechos de adaptación al cómic de títulos populares en pantalla (tanto en la grande como en la pequeña) o incluso, y esto me parece mucho más interesante, que se creasen nuevas historias para el medio impreso. Todo ello creció exponencialmente cuando la mente comercial de George Lucas se puso a vender la marca Star Wars a todo tipo de fabricantes.
Recuerdo mis tebeos de La guerra de las galaxias, Alien y Blade Runner, que mi madre decidió tirar a la basura cuando dejé el hogar familiar y ahora valdrían un pastón. Ya en su momento me extrañaba que los dibujos no correspondían exactamente con los diseños que se veían en pantalla, e incluso aparecían escenas (la conversación con Biggs Darklighter, por ejemplo) que no existían en la versión cinematográfica. Después supe que, en un alarde taylorista, estos cómics se elaboraban en paralelo a la producción de las pelis, usando de referencia el guión original y el concept art, y no reflejaban los cambios realizados durante el rodaje y el montaje definitivo.
Ok, boomer, lo pillamos: se editaban cómics basados en pelis. Todo esto no tendría mayor interés más allá de la nostalgia si no fuese porque hablamos de una época en la que Henry Jenkins aún tenía pelo y ni siquiera él había definido los términos de la comunicación transmedia. ¡Hacían transmedia cuando no había transmedia! Y como la demanda de los lectores superaba la oferta de ficción creada para el canon de las pelis, las colecciones en cómic (y en novela, claro) iban más allá, inventando e ilustrando historias que anticipaban lo que luego sería la fan-fiction y la creación de universos.
Hubo casos verdaderamente surrealistas como los cómics de Curro Jiménez, que he descubierto recientemente. O cuando el creador de Pumby, el valenciano José Sanchis Grau, se saltó a la torera los entonces laxos controles de protección de la propiedad intelectual y, aprovechando el éxito de Mazinger Z (el primer anime que de verdad lo petó en la España de la transición), se lanzó a escribir y dibujar una serie homónima basada no en la serie japonesa, sino en un dudoso look alike taiwanés llamado The Iron Superman. Más de treinta números publicó antes de que le diesen el toque. Ni que decir tiene que uno y otro Mazinger no se parecían nada más que en ser robots gigantes; ni el mismo diseño, ni los mismos protagonistas ni los mismos enemigos. Puro pulp cañí.
Ya en tiempos más recientes, hemos visto cómo la coexistencia del medio audiovisual y el cómic están más controlados, estableciendo complejas jerarquías entre los cánones narrativos respectivos en el caso de Marvel, DC y Star Wars, y se han incorporado story architects encargados de intentar mantener cierta coherencia.
Me gustaría mencionar brevemente al autor Joss Whedon. Antes de su elevación a los altares del éxito comercial por sus blockbusters de Los Vengadores, mantuvo una tortuosa relación con las cadenas de TV durante los primeros años del siglo, y pese a que sus series son objeto de culto (Buffy, Angel, Firefly y Dollhouse) eran canceladas por sus bajas audiencias y frecuentes encontronazos con los ejecutivos. Cada vez que ello ocurría, Whedon hacía continuar la trama en cómic. Incluso se permitió, junto a Dark Horse Comics, publicar un cómic online en MySpace titulado Sugarshock!. Ese es el espíritu que a mí me gusta.
Del cómic al cine (y a las series)
Toda la vida se han adaptado cómics a pantalla, y ya vimos en el anterior artículo que ilustradores como Windsor McCay jugueteaban con la animación, pero es que la primera adaptación se remonta a 1898: el honor recayó sobre la tira The Katzenjammer Kids de Rudolph Dirks. El primer largo basado en un cómic fue La pequeña Anita de 1925, escrito y protagonizado por Mary Pickford, la gran estrella del cine mudo norteamericano, y basado en Little Orphan Annie de Harold Gray. Y el primer largo sonoro fue Skippy, escrito a partir de la tira de Percy Crosby y cuyo guión está firmado nada menos que por Joseph L. Mankiewicz.

Imagen de la adaptación de Capitán America en 1949
En 1936 se produjo una serie cinematográfica (esos cortos que se ponían delante del título principal del programa) de Flash Gordon protagonizada por el nadador olímpico Buster Crabbe, y en parecido formato aparecía en pantalla en 1941 el primer superhéroe, Capitán Marvel, seguido por Batman en 1943 y por Capitán América en 1949. La primera peli de Tintín es de 1947 (El cangrejo de las pinzas de oro), en imagen real con marionetas animadas en stop motion. La primera de Los Pitufos es de 1965 y Astérix se vio en pantalla en 1967, dibujos animados en ambos casos. También con dibujos animados debutaron en pantalla Mortadelo y Filemón en 1965. En Japón, la larga y fructífera relación entre manga y anime empezó en oficialmente en 1966 con la adaptación de Cyborg 009 de Shotaro Ishinomori, aunque autores y dibujantes ya andaban saltando de un medio al otro desde los años 40.
Podría pasarme horas mencionando más adaptaciones, pero creo que ha quedado claro que son medios paralelos, si bien a efectos contables para sus creadores (o para los tenedores de sus derechos, más propiamente), la adaptación al rentable glamour de la pantalla constituye la consagración definitiva del humilde medio impreso, tanto antaño como hogaño. Y no pocas veces la posibilidad de vivir de las rentas.
Me interesan mucho más otras relaciones no tan evidentes. Como cuando un jovenzuelo George Lucas, arropado por esa pandilla de inadaptados que luego conquistaría Hollywood, e inspirado por el también tres veces maestro Akira Kurosawa, tuvo poco reparo en alimentar la dirección artística de Star Wars con la serie francesa Valérian y Laureline, de Pierre Christin y Jean-Claude Mézières. No sólo diseño: personajes, criaturas, naves, vestuario, situaciones y subtramas pero, ya se sabe, Everything is a remix.

¿Sí o sí?
O cómo cuando Jean-Michel Charlier y Jean Giraud crearon sus cómics de Teniente Blueberry inspirándose en el spaghetti western y pusieron a su protagonista un rostro muy parecido al del actor Jean Paul Belmondo.
O cuando el disparatado proyecto de Alejandro Jodorowsky de adaptar al cine la novela Dune de Frank Herbert saltó por los aires y el equipo humano que reunió, casi más un conciliábulo de guionistas, ilustradores, aficionados al cómic europeo y otros freaks, se dispersó en multitud de direcciones: los diseños de Moebius se reciclaron en la posterior película de David Lynch; Syd Mead diseñó los escenarios y vehículos de Blade Runner y tantas otras pelis; H.R. Giger llevó su fusión de tecnología, sexualidad y terror a Alien; Dan O’Bannon pasó de diseñar efectos visuales a escribir el cómic The long tomorrow para Moebius (anticipo de su carrera posterior, en especial de la serie de El Incal, escrita por Jodo) y el guión de Alien, etc.
O como cuando las Wachowski extrajeron, desde la cascada de letras a su oscuro solipsismo, los diseños y espíritu del manga Ghost in the Shell, de Masamune Shirow, y su correspondiente adaptación en anime, así como numerosas ideas de Los invisibles de Grant Morrison.
O como cuando Zack Snyder reprodujo casi viñeta a viñeta el Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons pero violó su espíritu, que después recibió mimos y cuidados, para mi sorpresa, por parte de Damon Lindelof y HBO.
El cómic en la pantalla a día de hoy
La presencia en los catálogos, parrillas y cines de obras adaptadas desde el cómic es tan masiva que uno se plantea como creador si, para ver realizada su obra, no sería más práctico crear primero el cómic y luego esperar a que le lluevan los billetes…
Sólo en 2019 y lo que llevamos del 20, pelis y temporadas de series: Joker, Avengers: Endgame, Alita: Battle Angel, Shazam!, Aves de presa, Capitana Marvel, Watchmen (serie), X-Men: Fénix Oscura, Spider-Man: Lejos de casa, Batwoman, The Boys, Doom Patrol, Titans, Legion, The Umbrella Academy, Buenos presagios (aquí hago trampas, el original es una novela, pero uno de los autores es el guionista Neil Gaiman), The Punisher, Krypton, Days of the Bagnold Summer, Hellboy, The Kitchen, Men in Black: International, El mundo oculto de Sabrina, Pennyworth, Polar, American Gods, Daybreak, DC’s Legends of Tomorrow, Black Lightning, Random Acts of Violence, Rottentail y la muy especial October Faction porque adapta un cómic dibujado por un amigo y casi vecino mío… No dudo que me dejo alguna, y sólo pongo en negrita lo que he visto y además me atrevo a recomendar por una u otra razón. El total es inabarcable. Y eso que sólo menciono adaptaciones al medio audiovisual secuencial: si me pongo con las adaptaciones a videojuego no acabo nunca.
Preparen las carteras: en 2020 y 2021, mucho más.
Y un aviso para los productores, distribuidores y ejecutivos nacionales que vayan a estrenar pelis o series: yo me iría preparando el calendario para evitar coincidir con los estrenos de pelotazo más previsible, que luego vienen los madres mías. Aunque según se va viendo, esa tarea empieza a parecerse al juego del Buscaminas.
Remate
Al cómic, como al videojuego, se le suele negar la condición de arte. Y existen en ambos casos prejuicios entre los adultos a la hora de disfrutarlos o tomarlos como inspiración. La diferencia es que, mientras el videojuego sigue tratando de obtener ese último reconocimiento, al cómic (o la novela gráfica, o como se quiera llamar) hace tiempo que le da igual, y ocupa su lugar de privilegio en la cultura popular no sólo por su penetración comercial como por su innegable influencia, siquiera vicariamente, quizás porque suelen estar narrados con una libertad creativa apenas soñada en otros medios.
El mainstream cultural contemporáneo está construido en gran medida con ideas, historias y diseños surgidos de las plumas de los creadores de cómic. Negarlo no supone únicamente una injusticia para con nuestros antecesores, sino también ignorar gran parte de la herencia cultural que intentamos transmitir a nuestros sucesores.
Por favor, leed cómics. Son bonitos, son baratos, ocupan poco espacio, se pueden coleccionar y se revalorizan con el tiempo. Además tienen la ventaja de permitir adelantarse por unos pocos meses o años a las modas del futuro.
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