5.0.2

Terence Mckenna, uno de los filósofos y psiconautas más interesantes que pisaron el siglo pasado, decía en una de sus teorías más interesantes que “el ser humano evoluciona tan rápido como evoluciona su lenguaje”. Básicamente, que sólo podemos comprender aquello que podemos expresar con palabras, y que, al tiempo que se crean nuevos lenguajes que nos ayudan a definir nuevas realidades, avanzamos como especie.

Para entender esto mejor, un ejemplo: hay tribus en el amazonas que no tienen una palabra para definir “mañana”. Ni “ayer”. Y no tienen conjugaciones en pasado ni futuro.
Son tribus que viven en el momento. No acumulan recuerdos, no veneran a sus ancianos, no planifican. En su realidad, mañana y ayer son conceptos inexistentes. No tienen palabras para describirlos y por tanto no los conciben.
Nuestra visión del mundo está condicionada por lo que conocemos de ese mundo. En nuestro caso, tres dimensiones espaciales (y una cuarta, el tiempo, aunque ésta es algo confusa para nosotros). Por eso nos es tan tremendamente difícil concebir un agujero negro, donde existen dimensiones adicionales o el tiempo se pliega o expande de forma casi incomprensible para quien no conozca el lenguaje matemático que lo describe.

Por más que hayamos tratado de representar visualmente distintas dimensiones (si no has visto Interstellar aún… no tardes. Es uno de los mejores intentos) todavía no tenemos un lenguaje que nos permita desencriptar ese código.
Pero igual que cuando inventamos el microscopio y el telescopio de pronto se abrieron ante nosotros dimensiones nuevas, una percepción distinta de nosotros mismos y del mundo que, ahora, visto en perspectiva y con esa nueva información, era mucho más rico y grande por un lado y mucho más insignificante y pequeño por otro, con cada nueva tecnología que nace se crean nuevos lenguajes.
La tecnología define nuestra capacidad de entender el mundo en muchos casos. Tal y como decía Marshal McLuhan: “Primero moldeamos las herramientas, luego las herramientas nos moldean a nosotros”. Desde la máquina de vapor o la imprenta al smartphone hay cientos de años de evolución tecnológica que ha modificado nuestra manera de comportarnos, de interactuar, de crear, de entender. Me atrevo a decir incluso que internet y las nuevas herramientas de comunicación globales están transformando nuestro cerebro. Haciéndolo evolucionar hacia algo distinto, quizá peor aunque quiero creer que no, pero sin duda diferente a la manera en que hemos ordenado la información durante los últimos miles de años. Estamos dejando de ser profundos para convertirnos en seres densos. Muchas piezas pequeñas de información y una tarea distinta de nuestro cerebro: conectar en lugar de almacenar. Pasar de ser disco duro a ser procesador.
Y mientras todo esto ocurre, se están dando las circunstancias para un cambio de paradigma gigantesco.
Las tecnologías exponenciales y la singularidad (ese momento donde «todos los cambios del último millón de años van a ser desbancados por los cambios de los últimos cinco minutos” [Kevin Kelly], “Un tiempo futuro donde el ritmo de cambio tecnológico va tan rápido, tiene un impacto tan profundo, que la vida humana va a ser irremediablemente transformada. Ni utópica ni distópica, esta época va a transformar todos aquellos conceptos en los que confiamos para dar sentido a nuestras vidas, desde nuestros modelos de negocio a nuestro propio ciclo vital, incluyendo a la muerte” [Ray Kurzweil]). La inteligencia artificial. Los robots. La nanotecnología.
Nuevas herramientas para comprender nuevas ideas. Nuevos lenguajes.
Pero… ¿Y si hubiéramos inventado la herramienta definitiva? Un dispositivo casi mágico (“Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia, decía Arthur C. Clarke) que nos permitiera recrear cualquier mundo conocido… y también cualquier mundo desconocido. Un dispositivo capaz de transportarte allí y engañar a tu cerebro para creer que todo lo que estás contemplando es real. Un dispositivo tan real que la línea que lo separa de la realidad se difuminara, obligándonos a pensar qué es lo que define a aquello a lo que llamamos real y nos obligara a admitir nuestra imposibilidad de probar que eso mismo no es un holograma, a probar de manera efectiva que no somos una proyección, un programa de ordenador cuasi perfecto operando en algún otro universo.
Si nunca has probado la realidad virtual no vas a saber de que te hablo. Pero si sí… y has tenido la suerte de experimentar con alguna experiencia suficientemente bien hecha… Probablemente te habrás quitado las gafas al terminar y habrás soltado un “wow”, o un “esto es alucinante”, y ante ti se habrán abierto de pronto un montón de realidades nuevas. De visiones posibles.
De pronto habrás comprendido que hemos inventado una máquina capaz de crear realidades alternativas que, tan pronto como avance suficientemente la tecnología, van a ser tan reales como ésta en que vivimos. Una máquina gracias a la cual podemos viajar a cualquier lugar. Podemos estar en cualquier sitio. Podemos ser cualquier persona.
¿Y no es éste el objetivo del cine, de la literatura, del arte? Transportarnos. Poner en ejecución el famoso “suspension of disbelief”. El “yo creo” que nos transporta a otros mundos y a otras realidades que intentan, por fantasiosas que sean, imitar la realidad, replicarla, y sumergirte dentro.
¿No trabajamos los creadores precisamente para crear todo aquello que podamos imaginar?
Y lo que no podemos imaginar aún… también.
De pronto, tras ponerte unas gafas, habrás comprendido que se ha inventado un nuevo lenguaje… con el que comprender cosas nuevas y, por tanto, evolucionar. Una herramienta que hemos moldeado… y que va a moldearnos a nosotros. Una tecnología con la que ampliar nuestras capacidades cognitivas y cambiar la percepción del mundo en que habitamos. Habremos inventado, como si fuéramos nativos de aquellas tribus, una palabra para decir “mañana”.

*una versión más corta de este artículo fue publicada originalmente en El Español.