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Hace poco fue el quinto cumpleaños de mi hija y pensé celebrarlo llevándole a un espectáculo de magia. Y así, aprovechando que el mago Jorge Blas actuaba en la Gran Vía de Madrid, me pareció la excusa perfecta. Los espectáculos de Jorge son siempre elegantes y con estilo. Además, él es joven y es una persona que engancha muy bien con su público, podríamos catalogarlo como el yerno perfecto.

A mí la magia es algo que me gusta especialmente: la aprovecho para evadirme y soñar y, sobre todo, para recuperar las sensaciones de cuando era niño, me recuerdo quedándome embelesado antes unos trucos imposibles. Por supuesto, la magia es un espectáculo que depende mucho del espectador para tener una buena experiencia (en el fondo, como cualquier actividad cultural), la audiencia tiene que estar predispuesta a creer y dejarse sorprender, los incrédulos y racionalistas lo tienen más difícil para poder disfrutar. ¿Nos va sonando esto de algo…?

 

Os podéis imaginar lo emocionante que fue el espectáculo, no solo para mí, sino por poder ver a través de una niña de cinco años la magia por primera vez. Alucinando ojiplática cuando en un archiconocido número una paloma, ésta se convirtió en una mujer, y también cuando una baraja mágica de cartas aparecía y desaparecía de las manos del mago. En un momento dado del espectáculo, Jorge Blas se dirigió a nosotros, el público, para contarnos los problemas de la magia: cada vez más amenazada por las nuevas tecnologías, la incredulidad del público, etc. A mí todos esos problemas me sonaban enormemente, y es que son los mismos que viven todos los sectores culturales, incluido (o especialmente) la industria cinematográfica. En ese momento de deserción del mago me esperaba lo peor, un discurso victimista y calamitoso, como al que nos tienen acostumbrado los presidentes de la academia del cine, asociaciones de productores, distribuidores, exhibidores, actores, etc. (sin ir más lejos, los cuatro directores de cine más exitosos hablaban aún este fin de semana en un conocido periódico de cómo la piratería es todavía uno de los principales problemas del sector). Pero mi sorpresa fue enorme cuando el argumentario de Jorge no era para nada conformista, sino todo lo contrario. Comenzaba con una asimilación de la realidad, con una propuesta para integrar la magia en los nuevos medios y así recuperar la ilusión del público y su mundo mágico, de manera que la experiencia del espectáculo fuera única e integrada con las nuevas realidades. “No vale con los mismos números de magia”, como el propio Jorge indicaba, “el mago debe de investigar, probar y experimentar, en procesos que pueden llevar mucho tiempo, pero que son el único camino para atraer y mantener la atención del espectador”. A partir de ese momento se vivieron dos números espectaculares. En uno de ellos, un espectador escogido al azar dejaba en manos del mago su teléfono móvil, haciendo con él diversos destrozos, aunque al final aparecía intacto en una caja. El otro número, espectacular al menos para mí dada la complejidad del mismo, seleccionaba a una persona del público y, una vez en el escenario, accedía a su cuenta de Facebook para, aleatoriamente, escoger a uno de sus contactos que, para maravilla de todos, aparecía en mitad del escenario de la nada. ¡Impresionante!

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Lo importante no es tanto la originalidad o la complejidad de los números como la capacidad de investigar, de desarrollar e innovar del propio mago. Su trabajo es emocionarnos y ofrecernos una experiencia, y la manera de hacerlo ha cambiado (y cambiará constantemente). Y, en este caso, Jorge nos ha enseñado mucho: no podemos ser unos victimistas y echarle la culpa a Internet o a lo que toque, estos cambios son oportunidades para integrar a nuestra audiencia en nuestro espectáculo y hacerlo más rico, atractivo, integrador y, sobre todo, especial. Al final todos los creadores buscamos lo mismo: emocionar a nuestra audiencia.

 

Gracias Jorge por recordarme lo maravilloso que es apostar por la investigación y el cambio. Y, sobre todo, gracias por darme una experiencia inolvidable con mi hija.

 

Imagen: Biblioteca Nacional de España, jorge blass

@rafalinares