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El pasado mes de noviembre tuvo lugar el primer foro de Innovación audiovisual que se celebraba en Barcelona.
El plato fuerte de la sesión (además hacer público que nos constituimos como asociación) fue una serie de diálogos abiertos entre un miembro de IA y una persona “ajena al sector”. Entiéndase que los perfiles de los miembros que firmamos este blog son muy variados, y que existen muchas profesiones que, perteneciendo a otros campos, entrecruzan sus caminos con el nuestro. (Son tiempos líquidos, con el permiso de Zygmunt Bauman, en paz descanse). En cualquier caso, la intención era clara: ofrecer al público asistente una reflexión diferente sobre las cuestiones que habitualmente tratamos, aportando nueva luz de un modo distendido.
Tuve el placer de romper el hielo entrevistando a Mando Liussi (@mandomando), gran profesional, excelente conversador y mente lúcida donde las haya.
La necesaria brevedad del encuentro hizo que pasáramos por encima de muchos temas que se merecen la suficiente atención como para volver sobre ellos.
De todo lo que allí se habló, tal vez el asunto de mayor actualidad sea el de la posverdad, concepto elegido por el Oxford Dictionary como palabra del año 2106, y término del que nos cansaremos de oír hablar antes de que finalice este 2017.

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Una vieja definición explica que “moda es lo que pronto pasa de moda”. Sea porque hemos hecho extensiva la definición a otros aspectos de la vida, sea por el hábito que hemos adquirido de demandar nuevos estímulos continuamente, sea porque alguien quiere hacerse con el título de creador del concepto más novedoso del momento o sea porque ciertas palabras poseen una viralidad incontenible, el concepto de posverdad nos acompaña desde hace algún tiempo, impregnando titulares, noticias, comentarios y todo aquello con lo que se cruce.
Periodistas y tertulianos lo han adoptado, y parece irremediable que su presencia habitual nos lleve a no plantearnos qué quiere decir. Sí, la cotidianeidad tiene estas cosas: confundimos la proximidad con el conocimiento.
No le demos más vueltas, posverdad es un eufemismo. Y entiéndase bien: un eufemismo mojigato y malintencionado.
Desgraciadamente, no es un caso único. ¿Qué decir de la expresión “políticamente correcto”? O del insultante (para el que lo escucha o lee) “encausado” que ha venido a sustituir a “imputado”, para que nadie se sienta herido (entre los que se sienten en el banquillo).

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Si esos términos se imponen es, entre otras cosas, porque son un reflejo de los tiempos que vivimos.
La etimología de las palabras ya no cuenta para nada. Sin ir más lejos, “políticamente correcto”, que se remonta al siglo XVIII (y que posteriormente haría suyo el Marxismo-leninismo), no se aplicaba del mismo modo en que se hace hoy en día. Olvidada durante un tiempo, la expresión reapareció con un significado ligeramente diferente. Ya no era una simple etiqueta: era una manera de hacer y decir las cosas y, sobre todo, era un veto.
Ahora se considera inaceptable “llamar a las cosas por su nombre”. Dicho de otro modo: no se puede hablar claro porque la claridad, más que comprensible, resulta ofensiva.
Pero… ¿Por qué? Pues bien, porque aún tenemos un resquicio de consciencia que nos recuerda lo que fuimos, lo que queríamos ser, lo que soñamos y por lo que luchamos (nosotros y nuestros ancestros).
Pero tranquilos, eso es fácil de solucionar. Sólo tenemos que darles el suficiente tiempo y recursos y los que obtendrán beneficios de nuestro olvido y estupidez se harán cargo de la situación. Fantástico, ¿no? No más preocupaciones, obligaciones, responsabilidades…

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Creedme o no, pero cuando Aristóteles dijo aquello de que “es más importante ser verosímil que ser cierto”, no existía Internet, ni la posverdad ni se habían formulado las teorías de la complejidad . (Me remito un post que escribí en este mismo blog hace unos meses).
Tampoco existían periódicos en aquella época, y lo de “contrastar la información”, por muy vital que fuera, no creo que figurara en el código deontológico de nadie. Veinticinco siglos después, no sólo vivimos en la era de la inmediatez, también es la era de la estupidez.
Como suelo decir, no quiero que se me malinterprete. No es nostalgia: en todas la épocas se ha manipulado la opinión pública (de un modo u otro, con mayor o menor fortuna). Hoy la tecnología que utilizamos es digital, especialmente representada por Internet. ¿Le vamos a echar la culpa de todo?
¡Qué tentador! Pero no. Permítaseme ser políticamente incorrecto: “La vida, la verdad, es a veces poco consecuente con las estadísticas y menos con los cuentos que pretendidos gurús nos intentan inculcar”.

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La posverdad no es más que una manera ridícula y políticamente bien pensante de decir: “tengo miedo”. O debería decir: otros dieron sus vida para que yo, sin levantar mi culo del sofá, tenga derecho a voto, a una sanidad pública y a otras muchas cosas. La posverdad es la historia que otros (los que se aprovechan) hacen el viaje en mi nombre. Una mordaza que no me enmudece, sino que me convierte en altavoz de mis opresores.
La posverdad, antes repudiada y llamada mentira, a día de hoy se alza y reclama su validez (al fin y al cabo ha sufragado los gastos de la operación “limpieza de cara”). Si queremos tener la conciencia tranquila, ¿qué es más importante? ¿Tener la verdad o la versión pública-oficial? ¿Y si queremos tener el bolsillo lleno? Es una pregunta retórica, claro. La respuesta nos la dará cualquier banco.
¿Qué necesito para ser creíble? ¡Fluidez, fluidez, fluidez!
En conclusión: no podemos fiarnos de todo, y mucho menos de lo que nuestros sentidos nos dicen. Como apuntaba al inicio, vivimos tiempos en los que todo, absolutamente todo, es líquido. Incluso el agua. O eso dicen.

(NOTA: todas las imágenes de este artículo han sido extraídas de la red. Autoría desconocida).