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Las definiciones nos regalan el mundo. Es la manera en la que apresamos lo que vemos, lo que sentimos, lo que hacemos. Vivimos de definiciones –en la era digital, de sus hermanos bastardos: tags y emoticonos– y nada que no podamos resumir en un puñado de palabras tiene vida. Bautizamos con definiciones todo lo nuevo: a nuestros hijos cuando nacen y a las criaturas de Silicon Valley cuando ven la luz: app, startup, instastoriesTransmedia. Sí, para “transmedia” hay también una definición. Pero las definiciones no dejan de ser material de guerrilla, jerga urbana o profesional, hasta que no son elevadas a categoría de VERDAD: esto es cuando la definición deja de ser una manera cotidiana de denominar “la cosa” y se convierte en “la cosa” en sí. Y esta investidura, el paso de la Wikipedia a la VERDAD solo tiene dos caminos: ser aceptada por la RAE; o tener un reflejo jurídico en una ley. Por mucho que nos llenemos la boca con el término, por mucho que repitamos trans-me-dia y lo gritemos a los cuatro vientos, ninguna de los dos acontecimientos ha sucedido aún. Por lo tanto, antes de que la definición apócrifa acabe por devorarnos, deberíamos preguntarnos si todo esto que estamos haciendo –el transmedia– es VERDAD.

He tenido la oportunidad de trabajar en un proyecto transmedia y, a la hora de preguntar sobre la propiedad intelectual del mismo, me he encontrado con eso tan implacable y poético que conocemos como “vacío legal”. Según he podido vislumbrar, la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) valora obras cerradas (una película, un cortometraje, un vídeo) que responden a un guión y a una puesta en escena, entre otras cosas. Algo que se puede “tocar”: un formato acotado. Una narrativa atomizada como la narrativa transmedia tiene difícil acomodo en categorías tan férreas como las que definen la “obra audiovisual”. Una vez más, el asunto del formato nos persigue.

Desde este lado de la trinchera, el de los creadores, tenemos claro que una propuesta transmedia es la suma de pequeñas “obras”, pero que la OBRA (transmedia) es algo que las trasciende. Sin embargo, la ley no valora universos narrativos, no puede detenerse a juzgar sobre cosas abstractas. Pero es incuestionable que en una obra transmedia también hay guión, una puesta en escena y otras cosas más que comparte con el resto de obras audiovisuales. Hay, en suma, una creación y, por consiguiente, hay un autor. Y ese autor tiene derecho a ser protegido por la ley. En lo que respecta al transmedia, no podemos decir que la ley sea ciega. Simplemente mira hacia otro lado.

El autor es un incordio, no por la naturaleza específica de la cultura digital, donde todo el mundo es autor, crea y comparte –aunque no precisamente obras de valor–, sino por la filosofía neoliberal del beneficio máximo con el menor coste. La tarta puede ser grande o pequeña pero en cualquier caso la porción es mayor o menor según haya más o menos comensales sentados a la mesa. El usuario –un potencial invitado a la mesa– nunca se planteó ser recompensado por suministrar contenido de forma masiva a las plataformas. Más bien paga por hacerlo a las operadoras de telefonía, que, a su vez, evitan el debate sobre quién impulsa de verdad su negocio de venta de fibra, que no es otra cosa que los contenidos de otros. Y si alguien levanta la voz, la respuesta es expeditiva: cuando colectivos de autores han señalado el abuso que supone el libre uso de sus obras, de cualquier obra, a través de la red, las campañas mediáticas –¿interesadas, pagadas, dirigidas?– en contra del autor han sido implacables. Hundir su prestigio social ha sido la mejor manera para que nadie considere que el creador tiene algún derecho.

No veo a los eruditos de la RAE perder una tarde en debatir si el término transmedia tiene cabida en la lengua castellana. Pero sí, tal vez, a los juristas. Proteger las creaciones transmedia pasa por otorgarles pleno derecho legal. Pasa por convertirlas en VERDAD. Y conseguirlo nos compete a nosotros, definiendo, dando forma –“era el formato, estúpido”– haciendo pedagogía de lo que sabemos y de lo que hacemos. Es una lucha que tenemos en nuestras narices. No es un capricho de autor, es también un asunto empresarial: el derecho a ser propietario de tus creaciones y participar del beneficio que estas generan. Beneficio que, si no a sus dueños, siempre llega a los bolsillos de alguien.

@ramontarres

Foto: Randy Tarampi