En la primera parte de este artículo repasé el impacto del cine desde su aparición, su expansión y máxima etapa de esplendor, hasta desembocar en el cambio de siglo, momento en el que se evidenciaba que el cinematógrafo también llegaba al final de una etapa.

En la segunda me centré en la asistencia a las salas como experiencia comunitaria, a través de algunos ejemplos recientes, entre la reinterpretación y la nostalgia.

Con la tercera entrega llegamos al final de esta reflexión, y quiero hacerlo (sin apartarme de la idea vertebral de la experiencia), adoptando el punto de vista del cineasta, porque el cine es, ante todo, un acto creativo.

No voy a caer en la consabida idea de “la llegada de lo digital ha democratizado el cine”, aunque resulta innegable que nunca antes fue tan accesible. Esto no deja de formar parte de una evolución tecnológica continua: la Nouvelle Vague  no habría existido si, entre otras cosas, no se hubiera producido una importante reducción del peso y tamaño de las cámaras de cine.

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Godard dirigiendo a Belmondo en “A Bout de Souffle “. Imagen extraída de http://comediennes.org/actrices/img/photos_comediennes/Jean-Paul_Belmondo_Jean-Luc_Godard_tournage_film-a-bout-de-souffle_camera_main_01.jpg

Esa “libertad” tiene su lado bueno y su lado oscuro. Por una parte, la digitalización tecnológica nos ha permitido grabar más rápido, más barato y en mayor cantidad.
(Permítaseme una puntualización; como dice Mike Figgis en su libro “Digital Filmmaking”: “Anybody can buy a pencil and paper, but not everybody can draw”).
Por otra, nunca antes hubo en circulación tal cantidad de imágenes, lo que nos lleva a la sobreexposición y a que hacerse ver sea más complicado, aunque gracias a Internet hayamos ampliado el público potencial de unos cientos o miles de personas físicamente próximas, a la totalidad del mundo.
Quedémonos con la idea de que el proceso de creación y exhibición se reduce en costes, en tiempo y en complicación técnica.

Si retrocedemos unos años nos encontramos “experimentos” como Dogma 95, movimiento iniciado por Lars Von Trier con “Idioterne”, grabada en Betacam con una Sony DCR-VX1000 (aunque luego sacara copias de exhibición en 35mm), algo que no deja de formar parte de una corriente experimental que se remonta a los inicios del cine. Hasta ser rompedor tiene una tradición: recordemos el Kinoki (Cine-Ojo) de Dziga Vértov, por citar un ejemplo.

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Imagen del rodaje de “Chelovek s kino-apparatom”. Extraída de www.close-upfilm.com

Algo parecido ocurre con la propuesta más reciente de Little Secret Cinema. Unas pocas normas sirven de excusa a un grupo de personas para lanzarse a grabar films en digital. La facilidad tecnológica se suma a la casi obligada adopción del concepto de “low-cost cinema” (más como imperativo económico que como propuesta estética, aunque ésta sea la que percibe el espectador en pantalla).
En la mayoría de los casos se mezcla la precariedad de la industria cinematográfica española, con la falta de oportunidades que ésta brinda a los “nuevos” (no siempre tan nuevos) creadores, lo que desemboca en este tipo de producciones de bajo (nulo) coste.
Algo así como: si tú no me dejas hacer cine, lo hago yo por mi cuenta.
En la mayoría de los casos no es un modelo sostenible: la falta de una explotación con retorno económico suficiente exige demasiado. Se puede hacer cine de este modo, pero no se puede hacer eternamente. ¿O sí?

Independientemente de la respuesta, más allá de la obra acabada (y volviendo al tema que nos ocupa), los cineastas tienden a percibir estos rodajes más como una experiencia personal (o un modo de vida) que como un “simple” trabajo.
Como suele pasar, descubrimos que los avances digitales nos permiten recuperar elementos experienciales que habían caído en el olvido. No creo que, en lo fundamental, estos rodajes difieran demasiado de aquellos de los pioneros del séptimo arte, llevados a cabo con una notable precariedad, en los que pesaba más el ingenio que los medios disponibles. (Parece inevitable establecer un hilo subterráneo que une los orígenes con el presente: de nuevo el nombre de John Cassavetes aparece como un referente obligado).

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Fotograma de “Manic Pixie Dream Girl (An Internet Love Affair)”, un film de Pablo Maqueda para Secret Film Cinema.

El caso de Secret Little Cinema no es aislado. Existe un número importante de películas que se crean y se distribuyen al margen de los circuitos profesionales convencionales, o que llegan a ellos por caminos poco ortodoxos. (Ahí están los ejemplos de Norberto Ramos de Val, Carlos Vermut, Javier Rebollo y muchos otros).
Aquí el “on” y el “off” se complementan. Cada vez es mayor la presencia de festivales “en línea”, como el Márgenes o el Atlántida Film Festival, creación de Jaume Ripoll, alma mater de Filmin. (No deja de ser un ejercicio de coherencia que una empresa de VOD ofrezca un festival virtual).

En el apartado “off line” la aparición de salas alternativas se muestra como una manera eficaz de llegar al público. Un ejemplo claro es Zumzeig, en Barcelona, un espacio (“cine-bistro”) que oferta cine “muy off”, y que ha demostrado que se puede elaborar una programación rica y diversa, darle visibilidad y convocar a un público interesado en este tipo de producciones.
Es un concepto que no está tan alejado de aquellos Cineclubs de los años sesenta, que permitían visionar unas filmografías de otro modo inaccesibles.

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Cinecicleta: el equipo completo (humano y técnico). Imagen extraída de su blog cinecicleta.wordpress.com

No todas las salas de proyección son espacios arquitectónicos. El proyecto Cinecicleta recupera la tradición del cine ambulante, en el que es la pantalla la que viaja, y no el público.
Algunos lo tacharán de precario, aunque podría tratarse simplemente de una reducción a mínimos necesarios-sostenibles.

Y, a mitad de camino entre una cosa y otra, tenemos propuestas como la de Jonás Trueba, que con la película bajo el brazo se presenta en los cines al aire libre y tras cada pase establece un diálogo con el espectador. De nuevo podemos tildarlo de limitado, de falto de medios, aunque en realidad, como experiencia, se trata de todo un lujo (al alcance de todos), tanto para el cineasta como para su público.

Un último formato que me parece destacable, por lo mucho que recoge del ideario punk del DIY (Do It Yourself), es el de festivales como Landscape Film Festival o CinemadeMare. Se trata de propuestas en las que se convoca a un grupo de cineastas (amateurs, profesionales o una mezcla de ambos), se forman grupos de trabajo, se les lanza un reto y se ponen a trabajar. El resultado de esa unión será un puñado de cortometrajes que, ajustándose a los parámetros propuestos, se proyectarán en una única sesión de estreno y fin de festival, una fiesta en la que lo más importante es participar y celebrar la alegría (también la dureza) del mundo del cine.
Este DIY es una especie de “Yo me lo guiso y yo me lo como” que, no obstante, demuestra la existencia de una masa crítica, en este caso de cineastas prosumidores, lo que dados los tiempos que corren parece un concepto de lo más aceptable.

Los tiempos cambian y la tecnología con ellos. ¿Porqué no lo iban a hacer los demás factores de la ecuación?
En cualquier caso, hablar de éxito o fracaso depende de los parámetros de medición utilizados, los objetivos pretendidos y las expectativas generadas. Si el cine del siglo XX es historia (¿A ver quién lo va a negar?), disfrutemos del cine del siglo XXI, que tiene todavía mucho camino por delante. ¡Y esperemos que sea una experiencia memorable!

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Foto del rodaje de la escena final de “Les Quatre Cents Coups”. Imagen extraída de http://www.theblackandblue.com/2010/03/29/the-french-new-wave-a-cinematic-revolution/

(Nota: las imágenes utilizadas se acogen al derecho a cita y sus propietarios aparecen debidamente acreditados)