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En cualquier conversación que se precie sobre cómo están cambiando los hábitos de consumo de los medios de comuncación, no puede faltar la típica intervención mencionando anécdotas familiares en plan «mi hijo ya nunca ve la televisión», como si de un único caso se pudieran extrapolar conclusiones a nivel estadístico. Hoy voy a ser yo el que caiga en este lugar común.

Mi hijo mayor tiene 16 años y su consumo de televisión se limita básicamente a ver de vez en cuando algunas de sus series favoritas. Sin embargo, un día me sorprendió con un comentario que me dio mucho que pensar: «¡Papá, qué bien, mañana ponen Inteligencia Artificial en la tele!». Esta película nos encanta y la hemos visto juntos en varias ocasiones, pero su comentario me llamó la atención porque él le estaba dando importancia precisamente al hecho de que se emitiera en TV. Cuando le dije que también la podíamos ver cualquier otro día y sin los molestos cortes publicitarios, me respondió: «ya, pero verla cuando la ponen en televisión es como más especial, ¿no?».

¿Lo es?

Vivimos en la era de los contenidos a la carta. Proclamamos sin dudar que el usuario es por fin libre de elegir lo que quiere ver y cuándo quiere verlo. Y afirmamos que la llamada «dictadura de los programadores» de televisión tiene los días contados. Todo ello será más o menos cierto, pero también lo es que la televisión lineal conserva todavía un asombroso poder de convocatoria, capaz de reunir a millones de personas simultáneamente ante la pantalla del televisor para ver un mismo contenido.

A menudo se habla de «la magia del directo», por aquello de que todo parece más espontáneo y más real, aunque en mi opinión también existe cierta «magia» en los contenidos enlatados. Porque en realidad es la sensación de que algo «está ocurriendo ahora mismo» lo que convierte en mágico el momento de la emisión.

Ver una película o el último capítulo de una serie en televisión tiene un componente social que no existe si vemos el mismo contenido cualquier otro día. Mientras se emite habrá comentarios en las redes sociales y al día siguiente puede que el tema surja en una charla con los compañeros del trabajo.

Los humanos somos en cierto sentido animales gregarios y tendemos a hacer lo que hace la mayoría. Si en la calle hay gente mirando hacia el cielo, levantamos la cabeza. Si una serie se pone de moda, intentamos verla. Si escuchamos risas enlatadas en televisión, reímos. Y si no hemos visto ese programa del que todo el mundo habla, nos queda una sensación amarga, de habernos perdido algo importante. Una sensación de agobio por no estar «en la onda» que ya se ha bautizado con las siglas FOMO (Fear Of Missing Out).

En un contexto en el que podemos ver casi cualquier programa a la carta, en el momento que nos apetezca, los contenidos en directo son una de las pocas armas que les quedan a los canales de TV para atraer y retener a la audiencia. Es por ello que las cadenas se esfuerzan también por crear esa sensación de estar «en directo» incluso en algunos programas pregrabados, lo que en el sector se denomina, sin ningún rubor, ¨falso directo¨.

Otro factor que contribuye a convocar a los espectadores ante el televisor es ofrecerles la posibilidad de interactuar con los contenidos: participar, dar su opinión, elegir el rumbo del programa, etc. La interactividad es también un mecanismo de fidelización y puede aplicarse prácticamente a cualquier tipo de contenido, tanto en los programas en directo como los enlatados. De ahí el interés que despierta en la indústria de la televisión el llamado second screen.

Si está bien integrada con los contenidos, la interactividad puede hacer que la televisión sea más entretenida, más divertida, más social, más interesante. Y, ante todo, contribuye a que el espectador tenga la sensación de estar viviendo un momento especial, único, algo que “está ocurriendo ahora”. El momento mágico de la emisión.

Imagen: Sergio Álvarez

@ferranclavell