Solo lo padecemos de verdad quienes tenemos hijos en “edad”: la chicharra insoportable del altavoz del móvil, sea una canción, un vídeo o un audio de whatsapp. Un sonido infernal que aparece de repente, al fondo del pasillo, a tu lado en el sofá, o detrás de la puerta del baño. Una emisión imposible que siempre viene acompañada de una imagen, tal vez la que mejor representa al ser humano de este principio de siglo: la de un adolescente bailando los pulgares sobre la pantalla de su teléfono a treinta centímetros de sus ojos.
El universo entero se concentra en esas pocas pulgadas de pantalla. Una mirilla de ida y vuelta, donde asomarse al alma ajena y esperar a que los demás acaricien la tuya, también con el pulgar, pero esta vez, firme y hacia arriba. Una religión que tiene sus ritos y sus liturgias y cuyos templos para los que tienen menos de quince años conocemos todos: Snapchat e Instagram. De Facebook y Twitter ni hablamos. El correo electrónico, ni está ni se le espera. Es en estos espacios virtuales donde sucede todo. Y los que crecimos en el mundo analógico llenamos páginas y páginas analizándolos, repasando estudios y estadísticas, buscando razones y monetizaciones, preguntándonos por qué son capaces de reunir a tantos nuevos (y jóvenes) feligreses año a año y, al instante, crear tanto fervor.
He logrado despegar los pulgares de una adolescente primeriza de la pantallita y preguntarle por qué a ella, lejos de cualquier interferencia adulta. Así, de paso, he acallado de una vez la chicharra diabólica del altavoz de su móvil.
El rey destronado.
Hasta hace cinco minutos –así podríamos medir el tiempo en la era digital–, Snapchat era la reina de las apps para el usuario pre y adolescente. Una tecnología que “los mayores de 25 años no entendemos y los menores de 25 tampoco logran explicarnos muy bien por qué mola tanto”, como explicaba Sonia Got en este mismo blog. Según mi “fuente”, Snapchat sirve, ni más ni menos, que para contar tu vida. Y tu vida es tu vida sin más, con toda su escasez de emociones: si sales de casa, si quedas con alguien, si estás estudiando… Una vida en el escaparate que cada uno regula a su antojo pero que, en la mayoría de los casos, termina provocando la adicción de la exhibición permanente.
El usuario se acerca a Snapchat –siempre según mi “fuente”– para ver qué tal. Es decir, si se aburren, no saben qué hacer o como acto reflejo, como quien abre la nevera en busca de cualquier cosa. Y eso es lo que encuentran, cualquier cosa de tu círculo de amigos, de conocidos y de conocidos de conocidos. Micro momentos de pocos segundos (un vídeo de diez ya es superproducción; verlo entero, éxito de taquilla), que constituyen la narración de “un día en la vida de” con todos sus hitos, que, como sabemos, en el día a día de cualquiera son numerosos, porque, ¿nunca hemos pensado que llegar a la parada del autobús justo cuando se ha ido es un acontecimiento digno de ser narrado a la humanidad entera?
Cierto es que los filtros de Snapchat han sido una aportación a la comunicación que, sin llegar al nivel metafórico de los emojis, ha creado un estilo narrativo propio y particular. Pero más digno de análisis es la nueva forma de dialogar que ofrece Snapchat a través de sus chats privados con contactos elegidos. No por el chat en sí, si no por la mecánica del diálogo: instantáneas fugaces con textos directos como balas, como representación moderna de la frase subordinada. Una suma hipertextual que dice lo que tiene que decir con un único impacto y que es respondido con otro, al que siguen otros más. Un diálogo de fotonovelas condensadas en selfies que solo los implicados saben descifrar. ¿Banalización del lenguaje? ¿Evolución? Nunca pudimos reafirmar el poder de la imagen, en cualquier caso.
Viva el rey.
Y hasta aquí el reinado de Snapchat –siempre según un testigo directo, recuerdo. Toda la evolución que ha hecho la app, ha venido Instagram a recogerla, sobretodo tras la incorporación de las Instagram Stories, que no es otra cosa que el reflejo fugaz de “un día en la vida de”, solo que en el templo de al lado.
A la pregunta de, si es casi lo mismo, por qué Instagram ha experimentado este auge popular (no entro en datos reales, solo me guío por la estadísticas del patio del colegio), mi fuente preadolescente afirma sin dudar: “porque todo el mundo lo tiene”. Y porque además de esta función, Instagram tiene su utilidad clásica de poder colgar otras fotos que luego quedan en tu biografía. Un dos por uno que refuerza el valor del clásico frente al alocado advenedizo –Snapchat– que logró revolucionar hace quince minutos el mundo de las redes sociales.
Los benjamines de la cultura digital, aquellos que aún no tienen los quince años y que entran hoy en el mundo de las redes sociales, no saben por qué hacen lo que hacen, simplemente, lo hacen. Y lo hacen porque lo tienen al alcance de la mano –literal– y de sus pulgares. Eligen lo que les convence o seduce y abandonan –desinstalan– creencias en cuestión de segundos. Según me llega, y no con la chicharra del móvil del altavoz de mi “fuente”, Snapchat parece tener los días contados, al menos hasta su siguiente innovación. Instagram ha tomado la delantera. ¿Qué llegará para derrotar a los dos?
Lo sabremos. Palabra de adolescente.
Foto: Jeffrey Pott
@ramontarres
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