Cuando deja de ser como quieres que tenga que ser, todo empieza a dejar de tener sentido.

Cuando hace mucho que no lo celebras, no vale la pena.

Cuando comienzas un proyecto con la mirada gacha y con la sensación de que es más fuerte lo que te dice que no va a ir bien que lo que sí, ese no es un buen camino.

Cuando te animan más otros que tú mismo.

Cuando miras a través de un cristal y dices «ese no eres tú» y te ves reflejado en un espejo y dices «ese no soy yo», es un «no» doloroso.

Cuando te engañas y piensas «son solo un par de partidos más, solo dos», probablemente no deberías jugarlos.

Cuando agarras algo sin fuerza, desganado, resoplando, agobiado, angustiado.

Cuando cierras los ojos y piensas que debió de haber un momento en el que no supiste priorizar ni renunciar.

Cuando pierdes la ilusión y la fuerza. Y te retraes y te encoges.

Cuando se borra tu sonrisa y muta a preocupación, a pesadumbre, a hartazgo.

Cuando confundes eficacia con brillo.

Y cuando tus ojos ya no te brillan como siempre han hecho. Y tú ves que otros ven que tú lo ves.

Cuando cambias lo artesano por lo industrial, olvidas tu orfebre interior y dejas de trabajar la materia.

Cuando pierdes esa mirada asesina de los últimos minutos donde se decide todo, el momento en el que el balón quema y tú, que estás acostumbrado a jugarte esa última bola, se la cedes a otro y te escoras a la banda, pensando «que no me vuelva a mí». Cuando sabes que ese no es tu partido. Y has de pensar siquiera es tu juego.

Cuando asumes que sin ganas no ganas.

Cuando tu desvelo es por no empeorar y no por mejorar.

Y pierdes la potencia en la que siempre te has vivido.

Cuando ves que no encuentras efugio ni refugio más allá de haciendo «otras cosas» y no éstas. Y no estás en éstas ni en aquestas.

Y se te olvida degustar y paladear lo que tienes delante.

Cuando todo es urgente, nada lo es.

Cuando tu valor es la pericia de ingeniártelas con indigencia.

Cuando es raro, extraño, confuso, chungo.

Cuando no duele a lo que tienen que doler las cosas.

Cuando no te ves así más.

Cuando no conecta puntos.

Cuando maquillas algo tosco.

Cuando hay demasiada floritura.

Cuando anhelas demasiadas cosas que dejaste de hacer.

Cuando llueve más dentro que fuera. Cuando es demasiado reactivo.

Cuando malvendes tu tiempo al mejor postor y éste se adueña de él como si no valiera nada. Y sabes que poco tienes mejor que eso.

Cuando prostituyes tu esencia y tu existencia.

Cuando fue prolijo.

Cuando tuviste razón.

Cuando estás pero no eres.

Y te das cuenta de que tu oficio está más cerca de la herejía que de la nobleza que soñaste. Y te magullas. Y acabas siendo un espectro de lo que fuiste.

Cuando llevas semanas, meses, años, diciéndote que éste será el último baile.

Cuando es la senda la que decide por ti.

Cuando sueñas con versos y universos y despiertas y no has dejado nada de eso cerca.

Cuando suena el despertador y no quieres seguir haciendo lo de últimamente.

Porque no alumbra. No explora.

Cuando no huele a tu perfume, ni lo has molido con calma y no sabe a tu tostado, ni tiene el punto de cocción que solías darle, ni hay rastro de tu ingrediente secreto, ni lo has cocinado pensando en que cada invitado a la mesa es único. Cuando sabe a picado.

Cuando el premio que te falta es ser tú de nuevo.

Cuando miras a lo lejos y sonríes y, acto seguido, miras cerca y tu semblante cambia, es que no es esto sino aquello lo que quieres hacer. ¿A qué estás esperando? Ya lo tienes decidido.

No hay rastro de genialidad.

No duele leer.

No escribes a mano.

«No compensa».

No siembra.

No vale. No sirve. No es nada.

Si no lleva tu marchamo, si no tiene tu sello, si no está tu impronta… no te lleva a ti.

Cuando dejas de aprender, ya no sirve de absolutamente nada.

Cuando el pequeño te pregunta que si hoy tampoco vas a jugar con él, eres una mierda.

Cuando dejas de disfrutar, dejas de ser.

Cuando dejas de disfrutar, todo deja de tener sentido.

 

 

Este texto lo escribí escuchando el álbum Orphée de Jóhann Jóhannsson.

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