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Hoy Colossus, al que muchos conocen como Furby, reflexiona sobre el mundo del misterio, lo imposible y lo paranormal desde su experiencia directa, bien como creador, como entusiasta de la ficción audiovisual o como simple testigo. Sí, sí… testigo.

Esta afición se potenció durante su etapa como artista en varios proyectos colectivos de media art que recorrieron medio mundo: edificios transformados en enormes instrumentos musicales interactivos, público enloquecido disfrutando de superpoderes o espectáculos de proyección y sonido en tiempo real que se vivían como auténticos conciertos.

En aquel momento los interminables descansos entre montaje y desmontaje se convertían en improvisadas tertulias de lo bizarro y ahí nació, rodeado de artistas, músicos y programadores creativos, un interés sostenible acerca de lo “extraordinario” en la sociedad contemporánea. Y lo que es más importante: la realidad tecnológica que rodea a lo “imposible” y lo “invisible” como nunca antes lo había hecho.

El terror llama a la puerta de la ciencia.

 El camino a lo paranormal se ha vivido en la generación de Colossus desde su más tierna infancia, cuando veía al Dr. Jimenez del Oso, maestro de Iker Jimenez and company, mostrando testimonios de contactados, divagando sobre civilizaciones perdidas, poderes piramidales y otras teorías poco convincentes que no engañaban a Colossus… Hasta que se producía la magia. El momento en el que el testigo era una fotografía, un vídeo o una noticia en el telediario. Entonces Colossus se estremecía sin poder explicar porqué. Lo verdaderamente trascendente era la posibilidad de que la ciencia tangible, esa que está a nuestro alcance fuese capaz de convertir la especulación en una realidad verosímil. En una prueba.

Esa fascinación por lo paranormal y su asociación con la ciencia se amplificaba desde la ficción que pronto entendió su potencial de engagement para el público. Y Colossus lo disfrutó.

Momento álgido fue acudir al estreno de Los Cazafantasmas, más ahora que se espera un remake innecesario, para ver a sus protagonistas, auténticos doctores con talento, vivir como descastados incapaces de mantener sus Paranormal Studies en una castradora universidad… y decidir dar un paso “más allá”: emprender. Y en su plan de negocio, los cazafantasmas incluyen el diseño de máquinas capaces de localizar, identificar y atrapar entidades protoplasmáticas. Eso y un coche lleno de gadgets sin sentido pero que era la leche y un cuartel general que sería la envidia de cualquier interiorista post-moderno o hipsterciense.

Los Cazafantasmas se renovaron y ahora hay varios realities en tv que ahondan en el tema realizando grabaciones extraordinarias en las mansiones encantadas más famosas del mundo. Con cámaras de última generación, sensores de movimiento e inventos tales como un traductor capaz de recoger en tiempo real los mensajes de ultratumba son programas capaces de provocar la sonrisa del lobo desde la incredulidad. Potencian el desasosiego propio de un miedo real y todo gracias a la intervención de la ciencia a través de la innovación tecnológica.

Pero la innovación tecnológica ha dado paso a la realidad tecnológica. La familiaridad de hábitos y el soporte argumental de la tecnología sirven para dar verosimilitud a lo imposible. Así hasta convertirse en un sub-género narrativo con el lanzamiento transmediático y viral de El Proyecto de la Bruja de Blair. El simple hecho de encontrar el material grabado por un grupo de jóvenes perdidos en un bosque encantado les sobrecogía a todos… era una nueva experiencia “realista”… periodística, verosímil y ante todo posibleEl terror y el miedo se podían grabar de manera amateur y en VHS, y sin efectos especiales.

Y así irrumpe el terror nipón y su particular lifestyle tecnológico. The Ring provocó el más profundo de los miedos a niveles no experimentados: una fotografía borrosa, un vídeo con un contenido sobrecogedor y un fantasma de extraños movimientos glitch que sobrevive desde la tele, como en Poltergeist. Tremenda y terrorífica. Aunque quizás el impacto total que transformaba el terror en horror, que acercaba la ficción a nuestro lifestyle, ha sido la franquicia Paranormal Activity. Capaz de hacernos sentir incómodos desde la hiperrealidad con la experiencia que propone y que está claro que funciona.

La tecnología y el terror ya se han encontrado en muchas más películas y contenidos, sin nombrar mil y una anécdotas, sin olvidar la realidad histórica e inventiva vivida por Tesla o Houdini, contemporáneos al afán espiritista de principios de siglo XX. Todo se hace más evidente después de haber vivido un extraño videojuego de origen desconocido que siembra el pánico en internet desde la hermética y siniestra deep web y de nombre Sad Satan. Ahí es nada.

La tecnología, y por ende la ciencia, construyen una dimensión alrededor de lo paranormal que ayudan a “asustar” y romper “la lógica de la razón”. Quizás un buen ejemplo que acerca al homo-sapiens a su nuevo ciclo evolutivo: el homo-cyberg.

 

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Lo paranormal es arte y viceversa. Y hace mucho frío. 

Y entonces pasó. Tal cual lo va a contar Colossus. Es la primera vez que lo expresa públicamente y quizás despierte alguna susceptibilidad. Pero a partir de ahora lo que cuenta es un testimonio directo y real. Vivido en el transcurso de uno de los proyectos de media art que llevó a cabo y que espera ayuden a entender el propósito de este artículo.

Tres semanas antes del suceso se publicaba en la revista HOLO la experiencia vivida en 2002 por Zach Lieberman y Golan Levin durante el festival Ars Electronica en Linz, Austria. Su obra The Hidden Worlds proponía una conversación entre el mundo real y virtual. El sonido de la voz de los visitantes generaba grafismos proyectados que se ajustaban al movimiento de la boca… Y fue la noche previa al estreno, durante el ensayo de calibración, de madrugada y solos en el museo que ambos artistas sienten un escalofrío helado. El sistema había captado algo y estaba lanzando imágenes. Ambos comprobaron que el espacio estaba vacío. Nadie. Y sin embargo “algo” estaba siendo trackeado y de manera inteligente lanzaba extraños mensajes que se hacían reales. En un momento de lucidez Golan capturó parte de la interacción en una pieza que apenas ha mostrado y que reconocen bizarra y poco humana.

Una noticia que poco tiene que ver con la elucubración, lo espiritual o lo trascendente y sí con lo misterioso e inexplicable… desde la realidad científica. ¿Una respuesta? O quizás una herramienta de marketing.

Tres semanas después y claramente sugestionado se vio Colossus junto al equipo preparando un espectáculo único en el que un sensor de ondas cerebrales era capaz de recoger impulsos y convertirlos en una pieza de arte virtual. Tu pensamiento como motor de creación en tiempo real. Y todo eso en una cueva debajo de una galería de arte en pleno centro de Madrid.

Y pasó. Fue durante la visita del segundo grupo de “experimentadores”. Se ponían el casco y dependiendo de la lectura comenzaba a plasmarse en una proyección imágenes sugerentes, o se generaban estructuras geométricas que se llenaban de color. Y entre el primer visitante y una asustada joven que no veía claro que aquel casco no le fuera a quemar el flequillo, la máquina comenzó a funcionar, y el ordenador a captar información cerebral. En su mayoría ondas alpha. Nadie tenía puesto el casco. Y se proyectaron incontroladamente multitud de iconos y elementos. Un festival de luz acelerado que les dejó a todos en shock.

Se pensó en un bug, en un error, y se paró la acción durante al menos una hora reiniciando todo el sistema. Y no volvió a pasar. Hasta el final cuando un fuerte latigazo en la torre del PC les sobrecogió, el sistema se puso en marcha solo y lanzó mil imágenes en un instante para acabar llenando la pantalla de un extraño color carmesí muy glitch. Y hacía mucho frío. Y nadie había programado esa acción de color a pantalla completa. Y desenchufaron. Y no volvieron a hablar del tema.

Un miedo profundo y tecnológico que permite a Colossus decir con descaro: “soy un homocyberg”. Y eso sí que es innovador y paranormal.