Sobre aburrimiento y entretenimiento sistemático

Hace un par de años decidí no ver más series, con dos excepciones que comentaré más adelante. No tengo nada contra ellas, al contrario, no dejan de superarse en calidad y variedad. Pero me sirven de argumento para hablar, en primera persona, de como nuestras pautas de consumo condicionan el valor de lo que consumimos.

La teoría económica del valor marginal
dice que si estás en el desierto a punto de morir de sed, por la primera botella de agua pagarás lo que te pidan. Algo menos por la segunda. Menos aún por la tercera, y así sucesivamente. El valor marginal del agua se reduce a medida que bebes y bebes y vuelves a beber. Así, una vez alcanzado el objetivo básico de la hidratación, con el suministro además garantizado, quizás gires la vista hacia bebidas que aporten otros sabores, sensaciones o propiedades nutritivas.

Disfruté con las series que despuntaron a principios de siglo; Los Soprano, The Wire, The Office. Lo seguí haciendo a medida que la oferta crecía en cantidad, calidad y posibilidades de acceso. Hasta que un día, mi cuerpo, tras agradecerme las generosas aportaciones de agua, me recordó que no solo de hidratarse vive el personal. En otras palabras, estaba empleando demasiado tiempo en ver serie tras serie, capítulo tras capítulo, aproximando el valor marginal de esta experiencia a cero. Comer langosta es maravilloso, pero si lo haces a diario, puedes acabar deseando encontrarte con un bocadillo de queso en la mesa. Eso no dice nada contra la langosta, sigue siendo deliciosa; simplemente, la pauta de consumo ha devaluado la experiencia.

Todo se paga con alguna moneda
ver series con tiempo, y su rentabilidad está sujeta al coste de oportunidad. ¿Había otra opción más valiosa para pasar ese rato? ¿O no? sentarse ante la pantalla era la inversión perfecta. Las respuestas son particulares y complejas, pero, al pagar con tiempo, nuestro bien más preciado, no está de más especular sobre estos factores. Mis cuentas ya no salían, me vi sumido en una de las tantas adicciones amables que tendemos a adquirir. Así que decidí invertir mis recursos de modo diferente, yendo un un club de lectura, jugando a baloncesto, caminando azarosamente, apuntándome a cualquier bombardeo. Actividades nuevas o pocos usuales de las que obtenía, casi siempre, mayor valor marginal.

Al disponer de más tiempo libre se corre el riesgo de caer en el océano del aburrimiento, uno de los Jinetes del Apocalipsis dentro del relato hegemónico dominante. Poco importa que la ciencia demuestre que aburrirse ayuda a tener un cerebro más sano y capaz. Nadie elige el aburrimiento, cuando caemos en él resulta una experiencia incómoda, a veces angustiosa, pero; nos espolea a agudizar el ingenio, a mover el culo, a reinventarnos, a vivir más vidas que un gato. En definitiva, salimos del agua bien fresquitos y vitaminados. Cuando mi hijo cae en ese océano le dejo que se las arregle, a veces le empujo yo disimuladamente. Nunca se ahoga, cada vez nada mejor.

El entretenimiento es ahora sistemático
invade todo el tiempo que no tiene que ver con las obligaciones, a veces lo invade todo. Mediante interfaces ubicuas permanecemos siempre conectados a un respirador que nos conjura ante al abismo de aburrirnos. Hay cosas que no podemos hacer porque no nos damos ni un minuto para soñarlas. El entretenimiento es una manta que lo cubre todo, que nos arrulla, que nos protege de la intemperie. También nos aísla de ella. Por eso dejé de ver series.

El mundo de ficción, y virtual, no deja de expandirse, ya podemos convertirnos en catedráticos de la teoría general de la vida sin necesidad de quitarnos la bata y las zapatillas. Mientras, en el océano, cada vez es más difícil encontrar a nadie. “Sal a la calle, abúrrete con otros, dad patadas a los botes”, eso le decía a mi hijo. “Tú te crees que hay alguien en la calle”, me respondía él con razón. Se achican las posibilidades de encontrar a otros con quien planear la huida cuando el juego se devalúa y nos relega a un papel anecdótico como espectadores, o consumidores.

En estos dos años he visto dos series
Sherlock y Merlí. Me las recomendó con énfasis el nadador de casa, eso aumentó el valor marginal al incluir la posibilidad de charlar juntos sobre ellas. Ahora insiste con Juego de Tronos, seguro que me gustaría, pero; son muchos capítulos, no veo las cuentas claras, quizás es más rentable aburrirme.