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foto de Landscape Film Festival

Para los amantes del cine, y sobre todo para los que crecimos en un momento en el que (a pesar de la aparición de los magnetoscopios caseros y la proliferación de video-clubs) el cine fotoquímico aún no imaginaba su destino, cada cierre de alguna sala supone un duro golpe, no menos duro por repetitiva que sea la noticia.

No obstante, no es mi intención entonar un lamento “a la Manrique”, a pesar de la buena acogida que tiene en España, vista la facilidad con la que se recurre a él. No creo que la simple queja aporte nada constructivo, ni que en realidad tenga que ver con el mundo del cine (de origen e idiosincrasia muy diferentes). Olvidemos ese “cualquier tiempo pasado fue mejor” y afrontemos la tarea de comprender lo que está pasando.
Se impone una reflexión profunda en relación al séptimo arte: debemos repensar qué es el cine, en todos sus aspectos y desde los ángulos más variados. Semejante objetivo es a todas luces demasiado ambicioso para un simple post. Pero, puestos a empezar, este texto (y en este contexto) me resulta tan válido como cualquier otro.

Hoy, aquí, quiero ordenar algunas notas relativas a la exhibición, tal vez porque es la parte del proceso cinematográfico que conecta de un modo más claro a espectadores y creadores, tal vez porque las constantes noticias de cierre de salas lo sitúan en primera línea de fuego.

Los palacios del cine
Aunque no tengo edad para haber vivido la edad de oro de la exhibición, sí recuerdo las imágenes que el propio cine nos mostraba de aquellas salas, adornadas con candelabros y escalinatas de mármol, y construidas para satisfacer la imaginación más exigente.
A pesar de su origen humilde (recordemos que las primeras exhibiciones se hacían en carpas de feriantes o como parte de espectáculos de vodevil), el cine pronto devino industria.
Aquel nuevo medio pronto alcanzó una popularidad sin límites: las estrellas de las películas eran tratadas como dioses en la tierra y las mansiones cubrieron las otrora desoladas laderas de la costa californiana. El lujo también se extendió a las salas de exhibición; no tanto para compartir la buenaventura del negocio con aquellos que, al fin y al cabo, lo sostenían, como para inducir al público de un modo más rápido y eficaz en la experiencia inmersiva que suponía asistir a una proyección.
Porque, no lo olvidemos, acudir al cine suponía una experiencia mágica, un ritual en el que, por mucho que acudiéramos en solitario, nos íbamos a ver inmersos de modo comunitario. La oscuridad de la sala, la iluminación fantasmagórica proveniente de la cabina de proyección, las imágenes efímeras e intocables que se mostraban sobre la plantalla de plata… Todos esos elementos trabajaban conjuntamente para sumergirnos en un sueño (sería más ajustado llamarlo “revierie”).

Son muchos los motivos del auge del cinematógrafo como espectáculo popular en la primera mitad del siglo XX. (Y aquí espectáculo hay que entenderlo según la definición de la RAE, y no como tiempo después empelarían el término los situacionistas).
Como apuntaba al inicio del texto, no vamos a analizar esos factores. Limitémonos a reconocer que, durante un cierto periodo de tiempo, el cine se convirtió en un medio de masas y atrajo a las salas a millones de fervientes espectadores, ávidos de narraciones audiovisuales.

Cuando yo me iniciaba en lo que, sin saberlo, iba a ser mi mayor pasión, esa época de esplendor sin rival ya había acabado: hacía tiempo que la televisión se había convertido en un serio competidor del cine, especialmente en lo que se refiere al poder de convocatoria del público (traducido en cifras de recaudación). Existían aún indicios que recordaban ese pasado idílico, especialmente en el nombre de las salas y aún en la arquitectura de ciertos locales. (Excelsior, Coliseum, Regio Vistarama Palace… esos eran los nombres que ostentaban algunas de las salas de estreno de Barcelona).
La llegada del video doméstico no hizo sino acrecentar la oferta. De nuevo son múltiples los factores que llevaron al descenso de venta de entradas. Porque sí, ya en los años ochenta del siglo pasado, algo estaba cambiando, aunque tal vez no fuera tema de titulares de portada de la prensa escrita.

Hubo otro elemento que apareció en escena y que entonces nadie pareció relacionar con el supuesto declive del cine: los videojuegos, y más en concreto, las consolas. Recordemos que primero se impusieron los juegos electrónicos de arcade en lo que se llamaban “salones recreativos”. Aquellas máquinas fueron haciéndose un lugar, y con el tiempo arrinconaron a las demás hasta adueñarse de todo el espacio para, más adelante, abandonarlo e instalarse en la vida diaria del público a través de, ahora sí, las consolas.
Eran juegos (videojuegos), y no narraciones. Y, además, la calidad de imagen era incomparable: no tenía nada que ver una pequeña pantalla de 32 bits con las de las salas de proyección, de varios metros de alto, (aunque ya en aquella época los multisalas empezaban a sustituir a las salas más grandes, diverisificando la oferta y, al mismo tiempo, reduciendo las dimensiones de la proyección).

Tardaríamos mucho en darnos cuenta de que ambos elementos (vídeo doméstico y consolas) tenían mucho más en común de lo que parecía a simple vista. Manteniendo nuestra costumbre de interpretar (dar sentido) al relato hacia atrás, años después asociaríamos su aparición a lo que luego llamamos “Era digital”. Para entonces los palacios del cine no eran más que decorados en viejas cintas de 35 mm. protagonizadas por Fred Astaire, Douglas Fairbanks, Pola Negri o Gloria Swamson, actores tan olvidados como las películas que interpretaban.

(Este artículo continúa en próximas entregas)